Arturo Barea en la campiña inglesa, mi conferencia en el Ateneo, Madrid

Agradezco el Ateneo para ceder esta sala para poder homenajear a Arturo Barea. Me da un gran satisfacción ver tantas personas aquí, incluyendo ocho parientes del escritor.

¿Qué hace un inglés con pinta de pirata, de vikingo, promoviendo la figura de Arturo Barea y, además, con un deplorable acento, a pesar de mis muchos años viviendo en España?

Mi interés por Barea remonta a los años 90 cuando leí La Forja y me quedé fascinado por la vida del autor. Años después, al enterarme que Barea había muerto en 1957 en Eaton Hastings, a las afueras de Faringdon, en la campiña de Oxford (mi ciudad natal), después de 18 años en el exilio, encontrar su lápida se convirtió en mi obsesión. En 2010, después de visitar Faringdon tres veces con mi mujer, encontramos la lápida conmemorativa muy deteriorada, levantada por una íntima amiga, Olive Renier, en el anexo del cementerio de la Iglesia de Todos los Santos. Sus cenizas fueron esparcidas allí. La lápida contiene un error: Barea nació en Badajoz, no en Madrid.

Junto a su lápida están las tumbas de los suegros judíaustriacos de Barea – los padres de Ilsa, su segunda mujer y gran traductora de todos sus libros al inglés – quienes llegaron de Viena cinco días antes del comienzo de la segunda guerra mundial y vivieron con ellos hasta su muerte.

Arturo y Ilsa se habían enamorado cuando él trabajaba de censor en la Oficina de Prensa Extranjera de Madrid durante la Guerra Civil y ella de traductora.

“Hice construir una lápida”, escribió Renier, “porque no podía encontrar palabras para expresar mis sentimientos hacia ellos. Su destino fue simbólico entre las gigantescas pérdidas que sufrió su generación: el drama de España, el de los judíos, el de la socialdemocracia en Alemania, Italia, toda Europa…”.

Yo decidí restaurar la lápida como un gesto cívico para honrar su memoria. Pedí presupuesto y consulté a varios amigos escritores y admiradores: 23 euros por barba y la lápida luce mejor en el mismo lugar. En 2013, el mismo grupo colocamos una placa en la fachada de su pub favorito, The Volunteer, en el centro de Faringdon en vez de sobre la fachada de su casa en la retirada finca de Lord Faringdon, donde Barea vivió la mayor parte de su exilio. Este excéntrico lord, miembro del partido laborista y partidario de la República, había convertido su Rolls Royce en una ambulancia y lo condujo hasta el frente de Aragón en 1937 donde fue usado como hospital de campaña. Alquilaba la casa a Barea en condiciones muy favorables. Barea salía con el lord a cazar a faisanes.

La restauración de la lápida tuvo cierto eco en la prensa española. Una inglesa, profesora en un pueblo de Toledo, se puso en contacto para ofrecernos la maquina de escribir de Barea que ella recibió de una de las hijas de una familia inglesa, amigos de Barea, junto con la necrología sobre Barea que fue publicado en The Times en enero de 1958. La magnífica Underwood está en un sitio de honor en la casa de un conocido escritor, uno de cuyos personajes en una gran novela se inspira algo en Barea.

Ahora, me he unido a la iniciativa de Isabel Fernández y Yolanda Sánchez, aquí presentes, para lanzar una petición para conmemorar, por fin, a Barea en Madrid en la forma de una calle o plaza con su nombre y tal vez una placa sobre Las Escuelas Pías en Lavapiés donde Barea estudió hasta los 13 años, cuando tuvo que empezar a trabajar como aprendiz en una bisutería de la calle Carmen. Hemos presentado este mes nuestro proyecto al pleno de la Junta del Distrito Centro del Ayuntamiento de Madrid – ¡a las 11 de la noche! Los distintos partidos políticos están de acuerdo en reparar la injusta desmemoria con que se ha tratado a este escritor.

Barea desembarcó en Inglaterra en marzo de 1939, el mismo mes de la derrota de la Republica, después de una estancia en Paris, junto con Ilsa donde estuvieron “hambrientos por meses” en una habitación maloliente del Hotel de L’Alhambre (el “hotel del Hambre”, según ellos, en un juego de palabras).
Al pisar Inglaterra, Barea estaba según sus palabras, “desposeído de todo, con la vida truncada y sin una perspectiva futura, ni de patria, ni de hogar, ni de trabajo … rendido de cuerpo y de espíritu.” Pero por debajo del brazo tenia el manuscrito de parte de la Forja.
Tenía los nervios tan destrozados que, cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial, ese mismo año, y durante todo su desarrollo hasta 1944, se encontró con que cada vez que sonaban las sirenas antiaéreas vomitaba, porque le recordaban los bombardeos de Madrid durante la Guerra Civil.

Barea conoció el éxito inmediato cuando fue publicado su trilogía entre 1941 y 1946, más de 30 años antes de ser publicado en España. No ha estado nunca descatalogado, ni en inglés o español. Se sintió a gusto en Inglaterra. “Más de lo que esperaba y más de lo que parecería previsible en un español, me aficioné a la vida inglesa en seguida, y me enamoré de la campiña inglesa”. Estaba sorprendemente a gusto en Inglaterra, con la excepción de “this bloody weather” (este maldito tiempo inglés).
Fue en la paz de un pueblo en la que produjo su primer éxito literario en Inglaterra: un articulo en la revista de mucho prestigio The Spectator en junio de 1939 con el título “A Spaniard in Hertfordshire” (Un español en Hertfordshire).
Sus años en Inglaterra fueron muy fructíferos. Salvo un librito de cuentos “Valor y Miedo”, publicado en 1938, poco antes de salir de España, todas las obras de Barea fueron publicados en inglés antes que en español. En 1941 fue publicado su Struggle for the Spanish Soul [La lucha por el alma española] y el primero libro de la trilogía La forja, sobre su niñez y adolescencia en la España de fin de siglo, muy alabado por George Orwell. Este fue seguido por La ruta en 1943 sobre sus experiencias brutales durante la guerra colonial en el Marruecos de los años 20, y en 1946 por La llama, que se centró en la guerra civil. Publicó un librito “Lorca, the poet and his people” (Lorca, el poeta y su pueblo) en 1944, un folleto en 1945 titulado “Spain in the Post-War World” (España en el mundo posguerra), en el cual abogaba por el derrocamiento del régimen de Franco por parte de los aliados y en pro de su sustitución por una república, una novela The Broken Root (la raíz rota) en 1951, que es un especie de secuela de La Forja, ya que toca las consecuencias de la guerra civil dentro de España y el dolor del exilio, y, en 1952, un pequeño estudio sobre Miguel de Unamuno.

Además daba unas 800 charlas de 15 minutos casi cada semana durante 17 años para el servicio de la BBC para Latinoamérica bajo el seudónimo “Juan de Castilla” para proteger su familia en España. No podía trabajar para la sección española por ser considerado demasiado comprometida. Sus charlas durante la segunda guerra mundial pueden ser vistas como una continuación de sus alocuciones por radio durante la guerra civil desde el edificio de la Telefónica en la Gran Vía, como “la voz incógnita de Madrid.”.

Algunos de las charlas tratan de “su pueblo” en Inglaterra y se centran en “la tabernita de Frank” que no existió. Ilsa y Arturo vivieron en tres pueblos distintos entre 1940 y 1957. La tabernita incorpora elementos de varios lugares incluyendo el pub en Faringdon donde está la placa en su honor. Gran parte del material se inspiraba en la gente que Barea conoció en los pubs. Como dijo Nigel Townson en su excelente introducción a “Palabras Recobradas”, una selección de textos inéditos de Barea que recomiendo calurosamente, “el hecho de hablar un inglés defectuoso y con un fuerte acento no le impedía comunicarse, ya que su nivel de comprensión era alto y su naturaleza gregaria. Beber y hacer amistades en los pubs proporcionarían a Barea un elemento de continuidad importante con su vida en España.” La experiencia de los pubs le puso en contacto con las clases populares y le daba la oportunidad de preguntar sobre sus vidas.

En sus charlas Barea comentaba aspectos sociales, políticos y económicos de la vida inglesa. En una, titulada Cuestión Patriótica, hablaba sobre su solicitud de la ciudadanía británica que le fue concedido en 1948. “El primer acto de Inglaterra para mí fue abrirme sus puertas, simplemente porque era un desgraciado sin patria que lo era simplemente por defender ideales de humanidad y fraternidad dentro de una comunidad libre que había perdido su libertad por la violencia. El segundo fue ayudarme en mi miseria. El tercero fue darme un puesto en la lucha que este mismo país entablaba seis meses después de mi llegada por defender sus propias libertades contra los que, al igual que rigen hoy en mi país de origen, pretendían regir el mundo entero. Me sentí hermano entre ellos y me trataron como hermano suyo.”

En otra charla Barea cuenta una historia de huevos fritos. “Cuando yo aprendí a guisar, mejor dicho intenté guisar, era un maestro en el arte de freír un huevo. Lo había aprendido cuando era muchacho de un ventero aragonés cuyo único arte era asar cabrito y cocer pan en su horno de retamas. Aquel hombre freía los huevos y los convertía en una bola dorada y perfecta que encerraba dentro una yema perfectamente blanda, en ese punto difícil de lograr que es el principio de la coagulación. La grasa desaparecía de ellos maravillosamente y se convertían en buñuelos. Y este fue mi primer éxito con los ingleses. El ventero me enseñó el secreto de freír los huevos y mis amigos ingleses ni se hartaban ni se han hartado aún de comerlos. Sólo que ahora están racionados. Yo me entusiasmaba con sus asados de carne, y ellos con mis huevos fritos.”

Barea le gustaba cocinar y tenía un fino sentido de humor. Un sindicalista inglés y conocido de Barea, que aún vive, me contó que fue invitado a comer calamares en su tinta en su primera visita a su casa. No pudo comerlos por el aspecto físico. La próxima vez que fue invitado Barea le puso una venda antes de sentarse a comer. Pasando unos minutos, le pregunte si le gustaba la comida y dijo que sí. En seguida, le dijo de quitarse la venda para ver los calamares en su tinta en su plato.
Barea también escribió reseñas de libros y ensayos. Consiguió su primer éxito como crítico con el ensayo “Not Spain but Hemingway” (Hemingway y su España) que supuso un ataque feroz a la novela del escritor americano sobre la guerra civil, “For Whom the Bell Tolls” (Por quién doblan las campanas), y resaltó la independencia política de Barea, así como su valentía personal: mucha gente de la izquierda argumentó que no debería criticarse a un simpatizante de la República tan conocido como Hemingway.

Todo lo que queda de la vida de Barea, está dentro de 13 cajas guardadas en la casa de Londres de su sobrina por parte de Ilsa, que muy poca gente ha visto. Me permitió acceder a este archivo personal y fue como pasar una tarde hablando con alguien admirado desde hace mucho tiempo y al que a uno le hubiera gustado conocer. El archivo va ser donado a la biblioteca Bodleian en Oxford, para decepción de la Biblioteca Nacional.

Pude ver sus pasaportes británicos, su testamento, muchas fotos y cartas, el manuscrito completo de La raíz rota, su última novela, relatos, transcripciones de las emisiones para la BBC e incluso la primera página de La forja, mecanografiada en papel biblia con la máquina de escribir Underwood que, al ser inglesa, no tenía tildes, de manera que Barea tuvo que añadirlas a mano con un lápiz azul. Al ver esto se me puso un nudo en la garganta.

Entre las demás cartas que encontré estaba una escrita en 1951 por un periodista inglés que había recibido una queja de las “autoridades culturales de Madrid” por haber dicho en un artículo sobre literatura española que Barea era un escritor español. “Esa gente me informa de que usted ya no es un escritor español, del mismo modo que Conrad no es un escritor polaco. Me dicen que usted dicta a su esposa (en una lengua que evitan precisar) y que, a continuación, ella traduce sus pensamientos al inglés. Con su permiso, me gustaría refutar esa declaración oficial”.

Barea y Ilsa se sentaban a trabajar juntos en una mesa grande de roble con lámparas de aceite colgadas del techo. Fumaban tanto que las paredes de la habitación estaban ennegrecidas por el humo.

Otra carta del archivo, enviada desde la editorial británica Secker & Warburg (la misma de George Orwell) instaba a Barea a remitirles urgentemente un duplicado de su libro La lucha por el alma española, ya que el manuscrito original se había perdido cuando las bombas alemanas arrasaron en 1941 la imprenta que la editorial tenía en Plymouth. “Durante el bombardeo, no solo se destruyeron las existencias, sino las copias mecanografiadas, entre ella la de su libro”, dijo la carta. Por fortuna, Barea había conservado una copia.

Barea fue votado muchas veces por los oyentes como el locutor más popular del servicio de América Latina. El éxito de las charlas fue tal que la BBC le envió en 1956, un año antes de su muerte, de gira durante cincuenta y seis días por Argentina, Chile y Uruguay, donde dio múltiples conferencias y entrevistas, y asistió a numerosos banquetes y firmas de libros. La exultante acogida se debió no sólo a su trabajo como locutor sino al éxito de La Forja en América Latina. La edición de Buenos Aires de 1951 había vendido 10.000 ejemplares en pocos meses.

El franquismo intentaba denigrar a Barea una y otra vez. El régimen le describía como “el inglés Arturo Beria” — deformación deliberada de su apellido como una referencia al jefe de seguridad de Stalin que apuntaba al supuesto pasado de Barea como comunista. Barea nunca fue comunista.

El principal problema de Barea durante su exitosa gira, relataba un informe de la embajada británica, “era evitar ser festejado, agasajado y agotado por hordas de admiradores y entusiastas … La visita de Barea fue un éxito sin precedentes desde el principio. No dudaría en afirmar que ha sido el visitante con más éxito que hemos tenido en muchos años.”

Ilsa fue mucho más que su ayudante y traductora. Sin ella es más que probable que la obra de Barea nunca hubiera salida a la luz, y a pesar de su salud atroz: sufría de catarros prolongados y de muchas gripes, de dolores reumáticos y de una bronquitis terrible. Era una lingüista extraordinaria (hablaba cinco idiomas casi perfectamente). Sus traducciones son tan buenas que es difícil creer que los libros no hayan sido escritos en inglés en primer lugar. Proporcionó estabilidad, inspiración, e incluso los medios gracias a los cuales Barea pudo escribir. Ella fue clave en el proceso de su trabajo diario. Además durante la segunda guerra mundial fue un miembro destacado del Servicio de Escucha del Gobierno británico. Antes de morir en Viena en 1972, 15 años después de Barea, publicó un estudio monumental de la historia de Viena.

Aparte de las calles que llevan el nombre de Barea en Badajoz, donde nació (fue a vivir a Madrid cuando era niño, después de morir su padre), y el pueblo de Novés, en Toledo, donde vivió en 1935, no existe nada en su memoria, en particular en Madrid, la ciudad en la que pasó la mayor parte de su vida antes de partir al exilio y sobre la que escribió textos tan conmovedores. Las primeras frases de La forja, sobre su adorada madre, Leonor, que lavaba ropa de soldados en Lavapiés, no han perdido ni un ápice de su poder evocador: “Los doscientos pantalones se llenan de viento y se inflan. Me parecen hombres gordos sin cabeza, que se balancean colgados de las cuerdas del tendedero”. Nos parecía vergonzoso que se guarde mejor el recuerdo de Barea en la nación que lo recibió como exiliado que en su país natal.

Hemos encontrado una plaza en Lavapiés que no tiene nombre, y hemos sugerido que se coloque también una placa en lo que queda de las Escuelas Pías, en la calle Tribulete (hoy un centro asociado a la UNED), la escuela a la que asistió Barea hasta los 13 años, y que él vio arder en 1936. Sería un homenaje apropiado.