Presentación de la novela Telefónica de Ilsa Barea, Fundación Telefónica, Madrid

Cuando el Instituto Cervantes me invitó ser el comisario de la exposición sobre Arturo Barea el año pasado ─que después de Madrid viajó a Badajoz, Manchester y Dublín─, insistí que habrá que incluir a Ilsa en ella, y no solo a Arturo. Las parejas de los escritores, o de cualquier artista, tienden a permanecer en un segundo plano, o ser completamente ignoradas. En el caso de Ilsa este olvido habría sido un gran error porque sin ella Arturo no habría tenido una carrera literario tan exitosa. Ella jugaba un papel fundamental en su vida.  Sin su estimulo, Arturo nunca hubiera comenzado a escribir.

Las traducciones de Ilsa al inglés de todas las obras de Barea durante sus dieciocho años de exilio son tan brillantes, particularmente la trilogía La forja de un rebelde, que es difícil creer que los libros no hayan sido escritos en inglés en primer lugar. A Ilsa no le gustaba la traducción de La forja (es mala), el primer libro de la trilogía, traducido por Sir Peter Chalmers Mitchell, y traductor también de Siete domingos rojos, de Ramón J. Sender. Tal era su desacuerdo con la traducción, que incluso logró convencer a la editorial Faber y Faber en Londres de dejarle ser la traductora de una nueva edición de La forja, finalmente publicada en 1943, dos años después de la versión de Chalmers Mitchell.

Casi todos los libros de Arturo fueron publicados en inglés antes que en español. La forja de un rebelde salió en español en Argentina en 1951 (en España en 1977, dos años después de la muerte de Franco). Su libro pionero sobre Lorca fue publicado en inglés en 1944, en Argentina en 1957, y en España por la primera vez el año pasado.

Ilsa no solo tradujo la trilogía al inglés, pues para la editorial Losada, fundado por exiliados españoles en Argentina, tuvo que pasarla al español desde la versión inglesa con la ayuda de Arturo, porque todo el manuscrito original se había extraviado.

Además, Ilsa proporcionó estabilidad, inspiración, e incluso los medios para vivir, gracias a los cuales Barea pudo escribir. Ella fue clave en el proceso de su trabajo diario. En una carta a Sender, fechada en 1947, Arturo decía que “sin la Guerra Civil yo no hubiera sido un escritor; tampoco hubiera al fin conocido a Ilsa, y sin ella, tampoco hubiera sido escritor, ni hubiera encontrado esa cosa tan rara y que suena tan pedante que es el amor.”

Ilsa daba Arturo la estabilidad emocional que necesitaba, después de los horrores de la Guerra Civil y el estrés de trabajar 16 horas al día como censor en la Oficina de Censura de Prensa Extranjera y como locutor de radio (como “La voz incógnita de Madrid”).

Así que como comisario quería hacer justicia a Ilsa. Era mucho más que una brillante traductora. Incluí su erudito libro “Vienna, Legend and Reality”, publicado en 1966, nueve años después de la muerte de Arturo, en la exposición, y dediqué uno de los paneles a ella. Tuve la suerte de encontrar un ejemplar del libro en inglés firmado por ella.

El segundo punto que quiero enfatizar es que gracias a Ilsa se relajó la censura de la prensa extranjera y ella abrió los ojos de los corresponsales. Como periodista, a diferencia de Arturo, ella comprendió que, cuantas más restricciones había, más tensas serían las relaciones con los corresponsales, incluso a veces hasta contraproducentes. Ella dominaba cuatro idiomas – el conocimiento de idiomas de Arturo era rudimentario – y podía relacionarse más amable y fluidamente con los corresponsales.

Bien es sabido que la primera víctima de una guerra es siempre la verdad.  Arturo recibió instrucciones de no filtrar absolutamente nada que no fuera una victoria del Gobierno. Ilsa creía que esta estrategia era “una equivocación catastrófica”, y que lo que había que hacer era dar más información para que el mundo comprendiese lo que de verdad estaba pasando en España. Ella subestimó el riesgo que conllevaba.

Hay una escena en la novela cuando Anita se enfrenta con Agustín Sanchez, el comandante de Telefónica, que explica bien la postura de Ilsa sobre la censura (en página 159).

Ilsa convenció a Arturo de que transmitir la verdad sería beneficioso a la larga para la causa republicana. Por ejemplo, permitieron a los corresponsales informar sobre la redada policial en la abandonada embajada alemana, que puso en evidencia la connivencia de Alemania con la quinta columna franquista.

Ella y Arturo trabajaron juntos en el central de Telefónica durante nueve meses – al ser el edificio más alto de la ciudad, fue con frecuencia blanco del fuego de la artillería – hasta el otoño de 1937 cuando por el deterioro de la salud de Arturo y el comienzo de una campaña política estalinista contra ellos, se fueron de permiso a Valencia. De vuelta, habían perdido sus trabajos como censores y la campaña falsa de que Ilsa era trotskista estaba en pleno auge. Ella había sido comunista en los años 20. Sus vidas estaban en riesgo.

Fue su determinación lo que arrastró a Arturo fuera de España. Fue gracias a la influencia de Ilsa con Leopold Kulscar, su esposo y un supuesto agente del Comintern en Barcelona, y luego la de unos amigos de Arturo, que lograron en febrero de 1938 su salida de España a Francia, después de casarse. Antes de exiliarse en Inglaterra se fueron a Paris, donde estuvieron “hambrientos por meses” durante casi un año, en una habitación maloliente del Hotel Delambre (el “hotel del Hambre”, según ellos, en un juego de palabras).

En aquel pequeño cuarto de hotel Ilsa escribió gran parte de la novela Telefónica y Arturo comenzó a trabajar en su trilogía autobiográfica, con la misma máquina de escribir que la usaban por turnos.

Barea e Ilsa desembarcaron en Inglaterra en marzo de 1939, el mismo mes en que se produjo la derrota de la República. Barea estaba, según sus palabras, “desposeído de todo, con la vida truncada y sin una perspectiva futura, ni de patria, ni de hogar, ni de trabajo […] rendido de cuerpo y de espíritu.”

Vivieron en varias casas, en particular en una casa llamada Middle Lodge situada en la finca de lord Faringdon, en las afueras de Oxford, durante los diez últimos años de Arturo hasta su muerte en 1957. Se la alquiló sin electricidad en unas condiciones muy favorables. Este excéntrico lord, miembro del Partido Laborista y partidario de la República, había convertido su Rolls-Royce en una ambulancia que, en 1937, condujo hasta el frente de Aragón para usarlo como hospital de campaña. De regreso, y en mayo de ese año, dio cobijo a un pequeño grupo de los casi 4.000 niños vascos evacuados en el barco Habana a Inglaterra, después del bombardeo de Guernica. Es el grupo más grande de refugiados que se hayan acogido nunca de una sola vez en Inglaterra.

La placa colocada en el pub favorito de Arturo, en el centro de Faringdon, la diseñó mi amigo Herminio Martínez, quien había viajado en el barco a los siete años de edad. Fue en un acto que yo organicé en 2013 después de restaurar la lápida conmemorativa de Arturo y Ilsa en el cementerio, y pagada por unos amigos incluyendo Elvira.

La casa se iluminaba de lámparas de parafina, la radio operaba con una pila y la cocina funcionada con gas butano. El agua caliente y la calefacción los proporcionaba una caldera de muchos años, que solo Arturo sabía como operar.

Los dos trabajaban en una mesa grande, uno frente al otro, Arturo escribiendo en español, Ilsa traduciéndolo al inglés. Arturo usaba una Underwood, una voluminosa máquina de escribir con teclado inglés, y tenía que marcar a mano todos los acentos. Arturo fumaba 60 cigarillos al día y Ilsa 40. Fumaban tanto que las paredes de la habitación y el techo estaban ennegrecidas por el humo.

Tenían dos perros y un gato. La vida inglesa convino a ambos, en particular la campiña, con la excepción de “este maldito tiempo inglés” en palabras de Arturo. Detrás de la casa, hay un lago donde ambos pescaban. Se dicen que Arturo introdujo la paella a Faringdon. Arturo le encantaba cocinar paella, tortilla y crema de caramelo.

Un sindicalista inglés conocido de Barea me contó que fue invitado a comer calamares en su tinta en la primera visita a su casa en los años 50. No pudo comerlos por el aspecto físico. La siguiente vez que fue invitado, Arturo le puso una venda a los ojos antes de sentirse a comer. Pasado unos minutos, le preguntó si le gustaba la comida y dijo que sí, le hizo quitarse la venda y pudo ver en el plato calamares en su tinta.

Cuando Arturo murió, Ilsa mandó un radiograma a Adolfina, la hija de Arturo, que emigró a Brasil junto con sus tres hermanos y la única que tenía una relación epistolar con su padre, seguido de una carta el 25 de diciembre, en la que explicaba que “la noche del 23 al 24 se le agudizaron mucho las molestias de la vejiga. Media hora después, hacia las tres, sintió una gran opresión en el pecho. No tardó diez minutos. Se murió agarrándose a mí, en mis brazos, de trombosis coronaria —que es un fin rápido, gracias a Dios, y no de sufrir prolongado”. La autopsia —necesaria porque al parecer no había razón para tal ataque cardíaco— mostró que tenía un cáncer en la vejiga que se le había desarrollado en los últimos meses y con rapidez.

Barea fue incinerado y sus cenizas esparcidas en el cementerio protestante de la Iglesia de Todos los Santos en Faringdon, donde estaban enterrados sus suegros austriacos. Valentin Pollak, un judío austriaco, y Alice von Zieglmayer se fueron a vivir con Arturo e Ilsa en agosto de 1939. Llegaron desde Viena cinco días antes del comienzo de la Guerra Mundial.

Ilsa no pudo abrir la urna con las cenizas debido a la artrosis en las manos, y tuvo que hacerlo su sobrina austriaca Uli. Después de la muerte de Arturo, que Ilsa nunca superó, se trasladó a Londres con su sobrina Uli, amiga mía. quien había llegado a vivir con sus tíos en el verano de 1956 a los 17 años de edad. La abuela de Uli había expulsado de casa a su hija – la madre de Uli – cuando se quedó embarazada. El padre murió al comienzo de la Guerra Mundial y la madre se suicidó. La abuela no tuvo más remedio que acoger a la bebé Uli.

Ilsa siguió traduciendo novelas españolas al inglés, trabajaba como editora para Four Square Publishers, estableciendo una lista de clásicos de literatura europea, y promovió las obras de Arturo. Regresó a Viena en 1965. Una de las pocas cosas que se llevó consigo fue el manuscrito de La forja (la retraducción); pero cuando murió en 1973 lo tiraron a la basura: parece que nadie en su familia fue consciente de su importancia.

Años después de la muerte de Barea y de Ilsa, una amiga íntima del matrimonio, Olive Renier, les levantó una lápida conmemorativa en el cementerio. “Hice construir una lápida”, escribió Renier, “porque no podía encontrar palabras para expresar mis sentimientos hacia ellos. Su destino fue un símbolo de las gigantescas pérdidas que sufrió su generación: el drama de España, el de los judíos, el de la socialdemocracia en Alemania, Italia, toda Europa…”.

 

 

 

Arturo Barea: del Madrid de la Guerra Civil al exilio en la campiña inglesa

Arturo Barea nació el 20 de septiembre de 1897 en Badajoz. Su padre, un agente del servicio de reclutamiento del Ejército, murió pocas semanas después de su nacimiento. Su madre, Leonor, y sus otros tres hijos se trasladaron a Madrid donde residía su acomodado hermano José. En palabras de Inés, la abuela paterna de Barea, «cuando tu madre se quedó viuda, lo único que Dios hizo por ella fue dejarla en un hotel con dos duros en el bolsillo y tu padre fiambre en la cama». En Madrid, su adorada madre tuvo que emplearse como lavandera en el río Manzanares, una experiencia que proporcionaría el evocativo comienzo de La forja (The Forge): «Los doscientos pantalones se llenan de viento y se inflan. Me parecen hombres gordos sin cabeza, que se balancean colgados de las cuerdas del tendedero. Los chicos corremos entre los traseros hinchados». La forja es el primer volumen de la trilogía autobiográfica titulada de forma genérica La forja de un rebelde (The Forging of a Rebel) y el libro por el que Barea es conocido principalmente; como casi toda su obra, apareció primero en inglés (traducido por su segunda mujer, Ilsa) durante su largo exilio en Inglaterra y muchos años después salió la edición en España.

Entre semana, Barea se criaba con sus tíos José y Baldomera, que no tenían hijos, y los fines de semana se reunía con su familia en el barrio obrero de Avapiés (Lavapiés). Gracias a ellos, pudo asistir a las Escuelas Pías en la calle Tribulete, una escuela religiosa con buenos laboratorios y una biblioteca bien dotada (desde muy joven Barea fue un lector voraz). Esta experiencia le aportó una educación primaria de gran calidad y también un cierto contacto social con familias de la clase media. Publicó sus primeros cuentos y poemas en la revista del colegio. Barea, un niño hipersensible y precoz observador, vivía entre dos mundos sociales muy distintos, en un equilibrio precario entre una tremenda pobreza y una próspera tranquilidad. Por ello había una tensión constante en él, sentía que no pertenecía a ningún grupo y esto lo marcó profundamente en su trabajo como escritor.

Muy inteligente y de mente inquisitiva, de niño, Barea quería ser ingeniero, pero con la muerte prematura de su tío José tuvo que empezar a trabajar a los 13 años, y lo hizo como aprendiz en un taller de bisutería. Perdió este trabajo después de un enfrentamiento con el propietario y se puso a estudiar contabilidad. Entró en el banco Crédit Lyonnais en 1911 y llegó pronto al puesto de oficinista. Ingresó en el sindicato de la UGT. Poco antes del comienzo de la Primera Guerra Mundial en 1914, abandonó el banco, pasó por una agencia de patentes, y trabajó y viajó por España y Francia como agente comercial para un vendedor alemán de diamantes, que le pagaba un sueldo alto para su edad. Con 18 años y una herencia de su tío José montó una fábrica de juguetes. Quería liberar a su madre (tanto La forja de un rebelde como su única novela, La raíz rota, están dedicadas a ella) de las privaciones económicas. El negocio fracasó y Barea optó por ser secretario del administrador de Hispano-Suiza, una empresa que fabricaba aviones.

En 1920, fue llamado a filas para la guerra de Marruecos —la parte norte del país era, en aquel tiempo, una colonia española—. La experiencia fue brutal, como cuenta en La ruta (The Track), el segundo libro de la trilogía; allí pudo ser testigo de la corrupción e incompetencia de los militares y de la carnicería que siguió a la derrota de Annual en 1921. Participó en un total de ochenta y una operaciones y recibió dos condecoraciones, licenciándose en 1924 como oficial de reserva. El 9 de enero de ese mismo año contrajo matrimonio con Aurelia Grimaldos, con quien tuvo cuatro hijos. Volvió a trabajar en el sector de patentes. El matrimonio fue «un fracaso deprimente» en palabras de Barea; en 1931 empezó un affaire con María, una secretaria de su empresa.

La Guerra Civil, que estalló el 18 de julio de 1936, cambiará profundamente la vida de Barea y lo convertirá en escritor. Tomó parte en el asalto al Cuartel de la Montaña y vio arder las Escuelas Pías, todo ello está narrado en La llama (The Clash), el tercer libro de la trilogía. Con el apoyo de un amigo del Partido Comunista Español (PCE), del que nunca fue miembro, Barea ingresó en agosto de ese año en la Oficina de Censura de Prensa Extranjera del Ministerio de Estado en el emblemático edificio de trece plantas de Telefónica, en la Gran Vía de Madrid. Al ser el edificio más alto de la ciudad, fue con frecuencia blanco del fuego de la artillería y era alcanzado con regularidad por los obuses. Sus instrucciones eran no filtrar nada que no fuera una victoria del Gobierno: «Había caído de lleno sobre mí la responsabilidad de censurar todos los periódicos del mundo y cuidar de los corresponsales de guerra en Madrid. Me encontraba en un conflicto constante con órdenes dispares del Ministerio en Valencia, de la Junta de Defensa o del Comisariado de Guerra». La primera víctima de una guerra es siempre la verdad. Entre los corresponsales estaban Ernest Hemingway, Martha Gellhorn y John Dos Passos. Este último describió a Barea como un «español cadavérico, malnutrido».

Barea se quedó en Madrid como jefe de la Oficina, cuando el Gobierno republicano se trasladó a Valencia en noviembre de ese año. Su ayudante era la socialista e intelectual austriaca Ilsa Kulcsar, casada con Leopold Kulcsar, un agente del Comintern. Ilsa, a diferencia de Barea cuyo conocimiento de idiomas era rudimentario, dominaba cinco lenguas. Ella creía que la estrategia hacia los corresponsales era «una equivocación catastrófica» y que lo que había que hacer era dar más información para que el mundo comprendiese lo que de verdad estaba pasando en España. Sin mucha dificultad convenció a Barea de que transmitir la verdad sería beneficioso a la larga para la causa republicana. Por ejemplo, Ilsa y Barea permitieron a los corresponsales informar sobre la redada policial en la abandonada embajada alemana, que puso en evidencia la connivencia de Alemania con la quinta columna franquista.

Ilsa y Arturo se convirtieron pronto en amantes. Un día, un fragmento de proyectil destruyó la ventana de su habitación e incendió las cortinas; los zapatos favoritos de Ilsa y la mesa con los platos para la comida que Barea e Ilsa tenían preparada quedaron destruidos. El azar quiso que no estuvieran comiendo en aquel momento.

En mayo de 1937 el general Miaja, jefe del Ejército del Centro y delegado de Orden Público en Madrid, ordenó a Barea reorganizar las emisoras de la capital. Empezó a hablar todas las noches como «La voz incógnita de Madrid», contando «historias de un pueblo, que viviendo en aquella mezcla de miedo y valor, llenaba las calles y las trincheras de Madrid. Compartía todos sus miedos, y su valor me servía de alivio. Tenía que vocearlo».

Ese mismo mes, a la edad de 40 años, El Sol publicó su primer escrito, un breve texto, en portada, con el título de Madre, parcialmente inspirado en las condiciones de vida de su propia madre: «Desde 1907 vivía en aquella buhardilla. Treinta años de vida en aquel camaranchón de techos inclinados, que constituía una habitación única. Comedor, cocina y dormitorio con dos camas». En agosto de este año, el Daily Express de Londres le publicó un cuento sobre una mosca y un soldado republicano, titulado This story was written under shell fire (Este cuento se escribió bajo un bombardeo), traducido por Ilsa. Barea conoció a Sefton Delmer, el corresponsal del periódico, quien dijo que Barea «descubrió su talento literario revisando los textos presentados para su publicación por periodistas, lo cual le curó el complejo de inferioridad a la hora de escribir».

Los bombardeos constantes y los días de dieciséis horas de trabajo como censor y en la radio le ocasionaron una crisis nerviosa. Un día se oyeron algunas explosiones cuando Barea estaba en la Gran Vía, así lo recreará en La llama: «Con el rabillo del ojo vi algo extraño y viscoso pegado en el cristal del escaparate de la Compañía del Gramófono. Se estaba moviendo. Me acerqué a ver lo que era. Contra la luna estaba aplastado y aún contrayéndose convulsivamente un trozo de materia gris, del tamaño del puño de un niño. A su alrededor, pequeñas gotas temblonas de la misma sustancia habían salpicado el cristal. Un hilillo de sangre acuosa se deslizaba por el cristal abajo, surgiendo de la pella de sesos, con sus venillas rojas y azules, en la que los nervios rotos seguían agitándose como finos látigos». Era una piltrafa de un cerebro humano.

Ilsa fue detenida por milicias comunistas bajo la acusación de ser trotskista y liberada poco después. Arturo también era visto como sospechoso por los comunistas. Tenían motivos para temer por sus vidas. El lado republicano se había convertido en un cruento campo de batalla —otro más en plena guerra civil— entre los milicianos del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM) y los militantes del PCE que apoyaban entonces al Gobierno Republicano, fuertemente influidos por las directrices de la III Internacional Comunista. Estos últimos acusaban al POUM de trotskistas y quintacolumnistas, enemigos de la República.

En septiembre de 1937 Barea fue despedido como jefe de la censura y en noviembre dejó la radio para marcharse con Ilsa, primero a Alicante y luego a Barcelona, donde terminó Valor y miedo, un libro de cuentos basados en sus charlas por la radio. Estando en Barcelona, Ilsa buscaba el apoyo de su marido Leopold para obtener un permiso de salida de España. La muerte repentina de Leopold en enero de 1938 y el divorcio de Barea y Aurelia, obtenido el 14 de octubre de 1937 gracias a la Ley de Divorcio de 1932, que lo reguló por primera vez en España, permitieron a Arturo e Ilsa casarse en febrero, una semana antes de salir de España por La Junquera en un coche con placas diplomáticas británicas y un banderín en el capó.

Se fueron a París donde estuvieron «hambrientos por meses» durante casi un año en una habitación maloliente del Hotel Delambre (el «hotel del Hambre», según ellos, en un juego de palabras): «En nuestro agobiante y maloliente cuartucho de hotel, en el que diminutas hormigas invadían cada mendrugo de pan que quedaba durante la noche, empecé a lidiar con las visiones de terror, destrucción, pérdida inútil y valentía condenada al fracaso que llenaban mi mente y parecían abarrotar las calles de París, las calles del mundo». A pesar de su penuria económica, llegaron a prestar dinero a una pintora rusa, Galina Yurkevich, que vivía en circunstancias aún peores que ellos. La pintora no pudo pagar su deuda y, a cambio, les ofreció un retrato de Barea.

Barea e Ilsa desembarcaron en Inglaterra en marzo de 1939, el mismo mes en que se produjo la derrota de la República. Barea estaba, según sus palabras, «desposeído de todo, con la vida truncada y sin una perspectiva futura, ni de patria, ni de hogar, ni de trabajo […] rendido de cuerpo y de espíritu». Pero bajo el brazo llevaba el manuscrito del primer libro de La forja de un rebelde. Tenía los nervios tan destrozados que, cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial en septiembre de ese mismo año, vomitaba cada vez que sonaban las sirenas antiaéreas, al recordarle los bombardeos de Madrid durante la Guerra Civil. Se fueron a vivir al pueblo de Puckeridge, en el condado de Hertfordshire. Barea se sentía a gusto, aunque en algún momento pensó en emigrar a México. Junto con el filósofo José María Ferrater Mora, ambos aparecen en una «Lista de españoles que desean emigrar a México sin recursos. Intelectuales». Sin embargo, «más de lo que esperaba y más de lo que parecería previsible en un español, me aficioné a la vida inglesa en seguida, y me enamoré de la campiña inglesa», con la excepción de «este maldito tiempo inglés», escribía Barea.

Sus suegros Valentin Pollak, un judío austriaco, y Alice von Zieglmayer se fueron a vivir con Arturo e Ilsa. Llegaron cinco días antes del comienzo de la Guerra Mundial. Los primeros años de Barea en el exilio fueron muy fructíferos. En agosto, pocos meses después de aterrizar en Inglaterra, la revista The Spectator le publicó el relato, A Spaniard in Hertfordshire (Un español en Hertfordshire), en el que comparaba su nueva vida bucólica con la de España: «Las dos personas que más me asombraron por representar el contraste más perfecto con lo que era habitual en España fueron el policía local y el párroco del pueblo. El cartel que decía Policía de Herts me convenció, pero el joven alto y de rosadas mejillas me parecía salido de un cuento: hasta que no le vi con el uniforme completo en su bicicleta (¡en su bicicleta!). Y seguía pensando en la sombría Guardia Civil sobre sus caballos negros, con sus tricornios y siempre en pareja porque cuentan con el odio sempiterno de todo el campo. Uno no puede imaginarse que se quiten el uniforme ni para dormir». Cuando las tarjetas de residencia fueron emitidas para ambos, no tuvieron que ir a recogerlas a la comisaría porque el policía se las trajo a su casa, lo cual los dejó asombrados. Con respecto al pastor protestante: «vino creyendo que éramos católicos —tengo que admitir mi educación católica y mi completo alejamiento de la Iglesia—, nos ofreció su ayuda y se fue en su bicicleta». Barea, acostumbrado al oscurantismo de la Iglesia en España, se sorprendió de «la fácil aceptación de alguien que no tenga sus creencias».

Salvo dos de sus cuentos, toda la obra escrita de Barea gira sobre España. En junio de 1941, el mismo año de ser elegido miembro del PEN Internacional, la sociedad mundial de escritores, fue publicado su Struggle for the Spanish Soul (La lucha por el alma española), un estudio sobre las raíces históricas y la realidad económica del fascismo español. El manuscrito mecanografiado y la primera prueba se perdieron cuando las bombas alemanas arrasaron la imprenta que la editorial Secker & Warburg tenía en Plymouth. En una carta, Fred Warburg, el editor, instaba a Barea a remitirles urgentemente un duplicado del libro. Por fortuna, Barea había conservado una copia. En septiembre de ese año, Barea escribió a la Editorial Séneca en la Ciudad de México, fundada por emigrantes y exiliados españoles, y dirigida por José Bergamín: «Mi interés de que el libro sea editado en nuestra lengua es absoluto, aun cuando realmente ha sido escrito para el público inglés, a quien nos interesa tanto dar a conocer España. Por ello, si entrara en sus cálculos estudiar la posibilidad de una edición española, creo que sería necesario escribir uno o dos capítulos, al principio o al final del libro, aclarando la limitación forzosa del libro». Además, Barea se refirió en esta carta a su obra The Forge (La forja), publicada en julio de ese año y traducida por sir Peter Chalmers Mitchell, el excónsul británico en Málaga y traductor de Siete domingos rojos, de Ramón J. Sender, que recibió grandes elogios de la crítica inglesa, aunque a Ilsa no le gustaba esta traducción. Puede demostrarse la brillantez de Ilsa comparando su traducción de La forja con la de Chalmers Mitchell. Como cuenta Michael Eaude en el libro Arturo Barea: triunfo en la medianoche del siglo: «En general, este, que tenía más de 70 años al traducir La forja, utilizaba argot y términos ya caducados; mientras que Ilsa a menudo dejaba sabiamente un término en castellano o evitaba términos que pueden caducar con mucha rapidez».

Lástima que Bergamín no hubiera tenido mejor olfato literario para apoyar la edición de La forja en México diez años antes de la publicación de la traducción al español del texto inglés por la editorial Losada de Buenos Aires, otra editorial fundada por exiliados, tras la que vino una edición en un solo tomo de la editorial mexicana Montjuich en 1959. El manuscrito original de los tres libros de La forja de un rebelde, escrito en español, se perdió e Ilsa y Arturo tuvieron que reescribirlo a partir de la versión en inglés. El texto está plagado de errores gramaticales y anglicismos y no fue corregido hasta la edición de Debate en el año 2000. Las ediciones de Argentina y México circularon en España de forma restringida y clandestina, pasando de mano en mano, hasta su publicación en 1977, dos años después de la muerte de Franco, en edición de Turner.

La versión de Ilsa de La forja fue publicada en 1943; después y ese mismo año le siguió The Track (La ruta), sobre la guerra colonial en el Marruecos de los años 20, y en 1946 The Clash (La llama), que se centró en la Guerra Civil. En el prefacio a la edición inglesa de La ruta, Barea explicó la razón de ser de la trilogía: «Quería descubrir cómo y por qué he llegado a ser el que soy; quería comprender las fuerzas y las emociones que están detrás de mis sentimientos y acciones actuales. Traté de encontrarlas, no por medio del análisis psicológico, sino evocando las imágenes y las sensaciones que alguna vez vi y sentí, y que más tarde fui absorbiendo y retocando inconscientemente». Los tres libros fueron publicados por Faber and Faber, en cuyo consejo estaba el poeta y escritor de origen estadounidense T.S. Eliot, a quien fue concedido el Premio Nobel de Literatura en 1948. George Orwell, que había luchado con el POUM, definió a Barea como «una de las adquisiciones literarias de más valor que Inglaterra hizo a raíz de la persecución fascista». The Times afirmaba: «Es dudoso que haya aparecido un retrato más convincente del yunque del cual se forjó un rebelde». Roland Gant en The Daily Telegraph llegó a decir que la trilogía «es tan esencial para entender la España del siglo XX como indispensable es la lectura de Tolstoi para comprender la Rusia del siglo XIX». Siendo ya bastante famoso, fue invitado a Dinamarca en 1946. A principios de los años 50 un grupo de intelectuales daneses hizo campaña a favor de conceder a Barea el Premio Nobel.

En una larga carta de cuatro páginas que Barea escribió a T.S. Eliot el 4 de abril de 1945, el español respondía al inglés sobre varios aspectos de La llama que habían despertado dudas o sugerencias en el lector. A Eliot le preocupaba que Barea hubiera utilizado nombres de personas reales, pero el autor defendió esa decisión porque según él no había nada que pudiera ser considerado difamatorio o calumnioso, dado que no había nada falso. Por ejemplo, Barea explica a Eliot que Juan Negrín era conocido en algunos ámbitos como el «jefe de los asesinos rojos», y lo tranquiliza diciendo que si algún lector de la novela atacara o criticara, él podría justificarlo sin problema en una carta a algún periódico.

En 1944, Barea publicó un estudio pionero, Lorca: the poet and his people (Lorca, el poeta y su pueblo). El libro influyó decisivamente en la pasión por el poeta de Ian Gibson, su biógrafo: «No mencionaba para nada su homosexualidad, entonces todavía asunto tabú, pero los análisis de sus imágenes —sobre todo las del Romancero gitano, surgidas de su larga infancia en la Vega de Granada— me parecían fascinantes. Es difícil estar seguro —han pasado muchos años—, pero sospecho que, si no hubiese caído entonces en mis manos aquel librito, quizás no me hubiera embarcado en la aventura de ser biógrafo del poeta». En 1945, le siguió un folleto titulado Spain in the Post-War World (España en el mundo de la posguerra), en el cual abogaba por el derrocamiento del régimen de Franco por parte de los aliados y su sustitución por una república; en 1951, publica una novela, The Broken Root (La raíz rota), que es un especie de secuela de The Forge, pues trata las consecuencias de la Guerra Civil dentro de España y el dolor del exilio; y en 1952, un pequeño estudio sobre Miguel de Unamuno. Barea, a diferencia de Antolín —el protagonista de la novela, que también tenía pasaporte británico como el autor (se le concedió en 1948)—, nunca regresó a España.

A Barea se le conoce sobre todo por La forja de un rebelde (publicado en diez idiomas). Las ventas de Barea entre 1948 y 1952 lo convirtieron en el quinto autor español más traducido del mundo, después de Cervantes, Ortega y Gasset, Lorca y Blasco Ibáñez, según la Unesco. También alcanzó la fama por las 856 charlas semanales de 15 minutos que dio para la sección de América Latina del Servicio Mundial de la BBC —y que se emitieron desde 1940 hasta un día antes de su muerte en 1957—, bajo el seudónimo de Juan de Castilla, con el que quiso proteger a su familia en España. Su sueldo en la BBC constituía la fuente principal y estable de ingresos anuales. La BBC no conserva ninguna de estas grabaciones: se supone que fueron destruidas por razones de espacio. El libro Palabras recobradas (Debate, 2000), editado por Nigel Townson, contiene los textos de 61 de esas charlas, entre otros escritos inéditos. Barea no podía trabajar para la sección española de la BBC por estar considerado demasiado comprometido políticamente. Ilsa había empezado el año anterior a trabajar para el Servicio de Escucha de la BBC, donde sus compañeros eran otros exiliados, como el historiador austriaco de arte Ernst Gombrich, Isabel de Madariaga, la hija de Salvador de Madariaga, y el austriaco George Weidenfeld, cofundador de la editorial Weidenfeld y Nicolson.

Durante la Guerra Mundial, sus charlas tenían un propósito propagandístico con el fin de contrarrestar la propaganda de los nazis en América Latina. Barea daba una visión muy favorable del país, tal vez por haber sido recibido con los brazos abiertos. Algunas de las charlas de Barea se centran en La Tabernita de Frank, que no existía. Ilsa y Arturo vivieron en tres pueblos distintos entre 1940 y 1957. La Tabernita incorpora elementos de varios lugares, en particular de su pub favorito en Faringdon, The Volunteer, donde un grupo de admiradores colocó en la fachada una placa en su honor en 2013, en un acto cívico que tuve el orgullo de organizar después de haber restaurado en 2010 su lápida conmemorativa. Barea vivió los últimos diez años de su vida en Eaton Hastings, en las afueras de Faringdon, condado de South Oxfordshire, en una casa llamada Middle Lodge situada en la finca de lord Faringdon, quien se la alquiló sin electricidad (se iluminaba con lámparas de aceite) en unas condiciones muy favorables. Este excéntrico lord, miembro del Partido Laborista y partidario de la República, había convertido su Rolls-Royce en una ambulancia que, en 1937, condujo hasta el frente de Aragón para usarlo como hospital de campaña. De regreso, y en mayo de ese año, dio cobijo a un pequeño grupo de los 3826 niños vascos evacuados en el barco Habana a Inglaterra, después del bombardeo de Guernica. Es el grupo más grande de refugiados que se hayan acogido nunca de una sola vez en Inglaterra. La placa sobre el pub la diseñó mi amigo Herminio Martínez, quien había viajado en el barco a los siete años de edad.

Gran parte del material para las charlas en la BBC estaba inspirado por la gente que Barea conoció en los pubs. Como dijo Townson en su introducción a Palabras recobradas: «El hecho de hablar un inglés defectuoso y con un fuerte acento no le impedía comunicarse, ya que su nivel de comprensión era alto y su carácter sociable. Beber y hacer amistades en los pubs proporcionarían a Barea un elemento de continuidad importante con su vida en España». La experiencia en los pubs le ponía en contacto con las clases populares y le daba la oportunidad de preguntar sobre sus vidas. En sus charlas, Barea comentaba aspectos sociales, políticos y económicos de la vida inglesa. En una de ellas, titulada Cuestión patriótica, hablaba sobre su solicitud de ciudadanía británica: «El primer acto de Inglaterra para mí fue abrirme sus puertas, simplemente porque era un desgraciado sin patria por defender ideales de humanidad y fraternidad dentro de una comunidad libre que había perdido su libertad por la violencia. El segundo fue ayudarme en mi miseria. El tercero fue darme un puesto en la lucha que este mismo país entabló seis meses después de mi llegada por defender sus propias libertades contra los que, al igual que rigen hoy en mi país de origen, pretendían regir el mundo entero. Me sentí hermano entre ellos y me trataron como hermano suyo».

En otra charla Barea cuenta una historia de huevos fritos: «Cuando yo aprendí a guisar, mejor dicho, intenté guisar, era un maestro en el arte de freír un huevo. Lo había aprendido cuando era muchacho de un ventero aragonés cuyo único arte era asar cabrito y cocer pan en su horno de retamas. Aquel hombre freía los huevos y los convertía en una bola dorada y perfecta que encerraba dentro una yema perfectamente blanda, en ese punto difícil de lograr que es el principio de la coagulación. La grasa desaparecía de ellos maravillosamente y se convertían en buñuelos. Y este fue mi primer éxito con los ingleses. El ventero me enseñó el secreto de freír los huevos y mis amigos ingleses ni se hartaban ni se han hartado aún de comerlos. Solo que ahora están racionados. Yo me entusiasmaba con sus asados de carne, y ellos con mis huevos fritos».

A Barea le gustaba cocinar y tenía un fino sentido del humor. David Buckle, un sindicalista inglés conocido de Barea durante los años 50, me contó que fue invitado a comer calamares en su tinta en la primera visita a su casa. No pudo comerlos por el aspecto físico. La siguiente vez que fue invitado, Barea le puso una venda en los ojos antes de sentarse a comer. Pasados unos minutos, le preguntó si le gustaba la comida y dijo que sí, le hizo quitarse la venda y pudo ver en el plato los calamares en su tinta.

Barea escribió reseñas de libros y ensayos en publicaciones como la revista Horizon, la más prestigiosa de la época, editada por Cyril Connolly, y en el Times Literary Supplement (sobre Rafael Alberti, entre otros). Consiguió su primer éxito como crítico con el ensayo Not Spain but Hemingway (Hemingway y su España), publicado en 1941 en Horizon, sobre la novela del escritor americano acerca de la Guerra Civil, For Whom the Bell Tolls (Por quién doblan las campanas), donde contrapone, por una parte, el conocimiento del novelista de la España taurina y gitana y, por otra, su ignorancia de los habitantes de los pueblos y su forma castiza de pensar y hablar. La izquierda criticó a Barea por meterse con uno de los iconos culturales de la España republicana. En una carta a Barea del 8 de abril de 1941, Connolly dijo que «la crítica de usted es todo un logro porque aborda la novela de un modo totalmente distinto al de otros críticos; estoy de acuerdo con cada una de sus palabras». Barea escribió también una larga reseña sobre The Spanish Labyrinth (El laberinto español) —el gran libro de referencia del escritor inglés Gerald Brenan sobre los antecedentes sociales y políticos del conflicto fratricida—, donde utiliza su propia experiencia política. Al igual que la Forja, El laberinto español no fue publicado en España hasta después de la muerte de Franco. La primera edición en español, publicada por Ruedo Ibérico en París en 1962, circulaba clandestinamente, igual que la edición de la Forja publicada en Argentina en 1951. Brenan, que pasó gran parte de su vida en España, se convirtió en amigo de Barea a principios de los años cuarenta cuando se conocieron en Inglaterra.

Barea también escribió prólogos elogiosos a la primera edición en inglés en 1948 de Epitalamio del prieto Trinidad (Dark Wedding), de Ramón J. Sender (publicado primero en México en 1942 y después en España en 1966) y de La colmena (The Hive), de Camilo José Cela en 1953 (publicado en Argentina en 1951 y en España en 1963). Barea mantuvo una buena relación epistolar con Sender y con Cela. El autor de la Forja admiraba a Cela como escritor, a pesar de haber estado en el bando nacionalista durante la Guerra Civil. Los dos habían sido censores (Cela trabajó como censor durante 1943 y 1944 para el régimen franquista). Barea consideraba La colmena «la novela más importante, tanto como obra de arte como documento social, escrita hasta ahora detrás del muro invisible que aún aísla el país». En una carta a Cela del 19 de diciembre de 1955, Barea le escribe al futuro premio Nobel que Ilsa «no había tenido éxito con sus intentos de traducción y publicación del Viaje a La Alcarria, pero aún no pierde la esperanza». Cela había mandado un ejemplar de su novela La catira a Barea, quien respondió que «es absolutamente imposible tratar de traducirla o hacer una versión inglesa; y es una lástima».

Un artículo del periodista George Pendle en 1952 sobre la literatura española provocó una queja de «las autoridades culturales de Madrid» por haber dicho que Barea era un escritor español: «Esa gente me informa de que usted ya no es un escritor español, del mismo modo que Conrad no es un escritor polaco», escribió Pendle a Barea, «me dicen que usted dicta a su esposa (en una lengua que evitan precisar) y que, a continuación, ella traduce sus pensamientos al inglés. Con su permiso, me gustaría refutar esa declaración oficial».

Barea e Ilsa se sentaban a trabajar juntos en una mesa grande de roble con lámparas de aceite colgadas del techo, Barea escribiendo en español, Ilsa traduciéndolo al inglés. Barea usaba una Underwood, una voluminosa máquina de escribir con teclado inglés, y tenía que marcar a mano todos los acentos. Esa máquina ahora ocupa un lugar de honor en la casa de un conocido escritor español. Arturo e Ilsa fumaban tanto que las paredes de la habitación estaban ennegrecidas por el humo.

Ese mismo año de 1952 fue invitado por el Pennsylvania State College en Estados Unidos a dar clases de literatura española durante seis meses, todo un logro para un autodidacta que había dejado el aula con 13 años y cuya única experiencia como docente fue enseñar a escribir y leer a soldados analfabetos cuando estuvo en el Ejército. Esta universidad quería que se quedara un año más, pero no llegaron a un acuerdo sobre el dinero. Barea solicitaba 6000 dólares y le ofrecían 4000. Además, fue acusado por la American Legion y Amvets, organizaciones conservadoras de veteranos de guerra, de ser comunista. Era la época de la Guerra Fría y de la «caza de brujas» de Joseph McCarthy.

Los oyentes votaron muchas veces a Barea como el locutor más popular del servicio de América Latina. El éxito de las charlas fue tal que la BBC le envió en 1956, un año antes de su muerte, de gira durante cincuenta y seis días por Argentina, Chile y Uruguay, donde dio múltiples conferencias y entrevistas, y asistió a numerosas recepciones y firmas de libros. La exultante acogida se debió no solo a su trabajo como locutor, sino al éxito de sus libros en América Latina. La edición de la trilogía publicada por Losada en Buenos Aires de 1951 vendió 10 000 ejemplares en los primeros meses. Durante la gira, en la propaganda contra Barea publicada por los partidarios de Franco se le denominaba Míster Arthur Barea (Beria) —deformación deliberada de su apellido tomando como una referencia al jefe de seguridad de Stalin— y que apuntaba al supuesto pasado de Barea como comunista. Pero Barea nunca fue comunista. Un informe de ese mismo año del Ministerio de Asuntos Exteriores describía a Barea como una «persona ultraizquierdista de formación completamente liberal y como clásico representante de la intelectualidad de izquierda acatólica». La gira fue tan exitosa, relataba un informe de la embajada británica en Buenos Aires, que el principal problema de Barea «era evitar ser festejado, agasajado y agotado por hordas de admiradores y entusiastas. La visita de Barea fue un éxito sin precedentes desde el principio. No dudaría en afirmar que ha sido el visitante con más éxito que hemos tenido en muchos años».

Barea murió de un infarto de miocardio en su casa, el 24 de diciembre de 1957, sin haber vuelto a ver a ninguno de sus cuatro hijos (Carmen, Adolfina, Arturo y Enrique), los que tuvo de su matrimonio frustrado con Aurelia Grimaldos, ni a sus tres hermanos, salvo Concha, que lo visitó en Inglaterra. Su hermano Miguel fue detenido después de acabada la Guerra Civil, acusado de «auxilio a la rebelión», juzgado y condenado a veinte años y un día. Murió en la cárcel de Ocaña (Toledo) en octubre de 1941. El archivo personal de Barea fue donado a la Biblioteca Bodleiana en Oxford en octubre de 2017, algo que Barea probablemente habría querido, dado que Inglaterra le dio refugio y la tranquilidad para poder escribir después de ser testigo de tantos sufrimientos y horrores.

Los hijos de Barea permanecieron en Madrid tras la guerra hasta que lograron instalarse en Brasil en los años 50. Unas cartas de Barea a su hija Adolfina, que llegaron a mis manos en 2017, ahondan en el desgarro familiar: «En toda esta historia existe el desastre de vuestras vidas; pero la mayor culpa de este desastre ha sido ajena a mí. Ha sido causada por la Guerra Civil, primero, por la guerra en Europa, después, y también en gran medida por la ceguera y el rencor que impidió que al menos alguno de vosotros se reuniera conmigo», escribe el 2 de agosto de 1956. En las cartas, Barea no esconde su desdén por sus hijos varones —por su indolencia y por su ingreso en los Testigos de Jehová en Brasil— y su predilección por Adolfina, a la que, sin éxito, invita en tres ocasiones a instalarse en Inglaterra.

En su última carta a Adolfina, dos días antes de morir, Barea le cuenta que no logra «levantar cabeza del ataque de infección intestinal o flu asiático, o lo que haya sido». Su médico había decidido que «cuando pasen las fiestas, ingrese en el hospital para que me hagan un reconocimiento a fondo de las tripas, los riñones y la vejiga, lo cual significa que me esperan unos días bastante desagradables. La BBC ha puesto a mi disposición toda clase de facilidades pare que no tenga que ir a Londres y haga grabaciones de las charlas en cinta magnetofónica, y ya está todo preparado para que cuando ingrese en el hospital pueda grabar allí. Así que mientras pueda hablar, no vamos mal. A pesar de esto, claro que la gripe asiática me está costando un montón de dinero».

Cuando murió, Ilsa mandó un telegrama a Adolfina, seguido por una carta el 25 de diciembre, en la que explicaba que «la noche del 23 al 24 se le agudizaron mucho las molestias de la vejiga. Media hora después, hacia las tres, sintió una gran opresión en el pecho. No tardó diez minutos. Se murió agarrándose a mí, en mis brazos, de trombosis coronaria —que es un fin rápido, gracias a Dios, y no de sufrir prolongado». La autopsia —necesaria porque al parecer no había razón para tal ataque cardíaco— mostró que tenía un cáncer en la vejiga que se le había desarrollado en los últimos meses y con rapidez.

Barea fue incinerado y sus cenizas esparcidas en el cementerio protestante de la Iglesia de Todos los Santos en Faringdon, donde también estaban enterrados sus suegros austriacos. Ilsa no pudo abrir la urna con las cenizas debido a la artrosis en las manos, y tuvo que hacerlo su sobrina Uli. Años después de la muerte de Barea y de Ilsa en Viena en 1973, una amiga íntima del matrimonio, Olive Renier, les levantó una lápida conmemorativa en el cementerio. «Hice construir una lápida», escribió Renier, «porque no podía encontrar palabras para expresar mis sentimientos hacia ellos. Su destino fue un símbolo de las gigantescas pérdidas que sufrió su generación: el drama de España, el de los judíos, el de la socialdemocracia en Alemania, Italia, toda Europa…».

Mi discurso inaugurando la exposición sobre Arturo Barea en el Instituto Cervantes

Querido Arturo,

Antes de nada te pido disculpas por hablar con acento guiri.

Pasé los primeros seis años de mi vida y los últimos seis de tu vida viviendo (entre 1951 y 1957) en un pueblo del condado de Oxford. Nunca imaginé que me encontraba tan cerca de tu hogar en Faringdon, aunque eso lo descubrí después. Falleciste en 1957 a los 60 años, tras 18 años de exilio, casi la mitad de su vida adulta. ¡Ojalá hubieras tenido una vida más larga! Te fuiste sin ver la publicación en España en 1977, dos años después de la muerte de Franco, de La forja de un rebelde, tu trilogía
 autobiográfica, más de 30 años después de su aparición en inglés, traducida por tu mujer, la austríaca Ilsa, como casi todos tus obras,

Descubrí tu existencia en la serie de Mario Camus, La forja de un rebelde, y a partir de ahí nunca nos hemos separado. He llegado a conocerte mejor a través de los homenajes que hemos organizado, restaurando tu lápida conmemorativa, colocando una placa sobre la fachada de The Volunteer, tu pub favorito, ambos en Faringdon, y hemos logrado que se le diera tu nombre a una plaza en Madrid. Espero que algún día el Ayuntamiento de Madrid instale una inscripción en tu memoria en la fachada de lo que fueron las Escuelas Pías también en Lavapiés (hoy día una magnífica biblioteca de la UNED), donde estudiaste hasta los 13 años y cuya quema en 1936 presenciaste.

Has tenido más suerte con estos gestos que tu compatriota Manuel Chaves Nogales, también exiliado en Inglaterra, que murió en 1944. Está enterrado en el cementerio de East Sheen y no hay nada que indique que allí reposan sus restos.

Te gustaba cocinar recetas españolas, quizá porque te recordaban a tu patria. La nostalgia suele empezar por el estómago. Al contrario que un amigo tuyo, un conocido mío que murió este año, yo no hubiera rechazado los calamares en su tinta que preparaste cuando le convidaste a comer por primera vez, porque no le agradaba la pinta que tenían.

Me da pena decirte que la BBC no conserva ninguna de tus 856 charlas semanales para la sección de América Latina del Servicio Mundial, bajo el seudónimo de Juan de Castilla, con el que quisiste proteger a tu familia en España. Se supone que las grabaciones fueron destruidas por razones de espacio.

Pero sí tenemos en la exposición tu entrevista en 1956 para Radio Cordoba en Argentina, durante tu gira de dos meses por varios países de América del Sur. Es la única grabación que existe de tu voz. Me la prestó Enriqueta, la hija de tu hermana Concha, que no pude estar hoy con nosotros. Si está con nosotros Luis, el hijo de tu hermano Miguel, que fue detenido después de acabada la Guerra Civil, acusado de «auxilio a la rebelión», juzgado y condenado a veinte años y un día. Murió en la cárcel de Ocaña en octubre de 1941.

Te alegraría saber que la edición en España de La forja de un rebelde no ha sido descatalogada y que tus Cuentos Completos están en su quinta edición en bolsillo.

También tenemos en la exposición tu primer libro Valor y miedo, publicado en Barcelona después de tu partida hacia el exilio en febrero de 1938. Fue el último libro que vio la luz en la ciudad condal, antes de la entrada de las tropas nacionales.

En cambio, tu libro pionero sobre Lorca, publicado en Argentina en 1956 por Losada, una editorial fundada por exiliados, nunca ha sido publicado en España. Por fortuna, el Instituto Cervantes lo ha rescatado y será publicado el año próximo. Este librito influyó decisivamente en la pasión de mi amigo Ian Gibson por el poeta, quien me dijo que si no hubiese caído en sus manos quizás no se hubiera embarcado en la aventura de ser biógrafo del poeta.

Nunca regresaste a España y nunca viste a ninguno de tus cuatros hijos de tu primer matrimonio frustrado. Todos emigraron a Brasil. El mes pasado descubrí que tu hijo menor, Enrique, nacido en 1935, aún vive en este país. Tu exilio empezó en 1938 cuando Enrique tenía tres años. No sabe absolutamente nada de ti: le he mandado mi ensayo que está en el catálogo y unas fotos.

Lo que sí volvió a España fue tu Underwood, la voluminosa máquina de escribir con teclado inglés que forma parte de esta exposición. Cuando falleciste, Ilsa se la regaló a tu dentista, un buen amigo tuyo, y posteriormente cayó en manos de una amiga de la hija de éste, que lo trajo consigo cuando vino a vivir a España. Luego pasó a otros manos.

He visto alguno de tus originales escritos en esta máquina, en Londres, en casa de tu sobrina austriaca Uli, amiga mía que vivió contigo y con Ilsa en tus últimos años. ¡Qué tarea más laboriosa debió de ser para ti marcar a mano todos los acentos!

Me imagino que te alegraría saber que Uli ha donado tu archivo a la Biblioteca Bodleiana en Oxford, pues en Inglaterra encontraste la tranquilidad de escribir después de ser testigo de tantos sufrimientos y horrores.

Hemos hecho justicia en la exposición a Ilsa, una lingüista extraordinaria, quien te proporcionó estabilidad, inspiración, e incluso los medios gracias a los cuales pudiste escribir. Tras tu muerte, Ilsa publicó un estudio erudito sobre Viena, su ciudad natal.

Una de las pocas cosas que se llevó cuando regresó a Viena fue el manuscrito de La forja de un rebelde; pero cuando murió en 1973 lo tiraron a la basura: parece que nadie en su familia fue consciente de su importancia. ¡Menudo desastre!

Con afecto,
un ferviente admirador