Mi discurso en la inauguración de la plaza de Arturo Barea en Lavapiés

Al otorgar a Arturo Barea el nombre de esta plaza, el valiente escritor, que murió en Inglaterra en 1957 después de casi 20 años en el exilio, ha regresado, por fin, al barrio de su infancia y adolescencia. Que esta plaza lleve desde hoy su nombre, me parece algo increíble porque no tiene una denominación previa registrada en los archivos municipales, y es como si la plaza estuviera esperando para llevar su nombre algún día. Encima, a pocos metros de esta plaza están las Escuelas Pías, en la calle Tribulete, el colegio al que asistió Barea hasta los 13 años, y que vio como ardía en 1936. Además de una plaza con su nombre, habrá, espero en una fecha no lejana, una placa sobre la fachada de las Escuelas Pías. Esto es importante.

Agradezco a los cuatro partidos del Distrito Centro por haber apoyado la petición lanzada en diciembre de 2015 por Yolanda Sánchez, Isabel Fernández y yo mismo pidiendo un reconocimiento de Barea, respaldada por unas 2.500 firmas. La positiva reacción nos ha sorprendido.

Mi participación en lograr esta Plaza también parece algo de destino.
Un buen día de 2013, al pasar junto a Yolanda en el duty free de Barajas, ella me reconoció. “¿Usted dio hace poco una conferencia sobre Arturo Barea, verdad?” me espetó. “Sí, claro, ¿cómo me ha reconocido?”, respondí con sorpresa. Allí comienzo una parte del esfuerzo compartido para recobrar la memoria de Barea.

Los tres pusimos como condiciones, que se han cumplido, tener el apoyo de los cuatro partidos, porque consideramos que Barea es de todos y no de algunos, y que no se quitara un nombre para poner otro.

También agradezco a Paquita Sauquillo, presidenta del Comisionado de la Memoria Histórica, por su comprensión y generosidad en retirar su propuesta de cambiar la prominente calle del golpista General Asensio Cabanillas en Chamberí por Arturo Barea. La calle Cabanillas es una de 27 calles en Madrid que el Comisionado propone que se modifiquen.

Consideramos que Lavapiés, escenario de la obra de Barea, en particular el primer libro de su trilogía conocida como La Forja de un Rebelde, es el lugar más apropiado para conmemorar al escritor.

Doy las gracias a Beatriz Martins y Yolanda Riquelme por haber organizado unas caminatas siguiendo los relatos que Barea recogió en La Forja, y agradezco a Michael Eaude por su biografía de Barea, y a Nigel Townson por sus ediciones de las obras del escritor.

Y me alegro que estén entre nosotros hoy, Uli la sobrina por parte de Ilsa, la segunda mujer de Barea, que vive en Londres, y unos parientes por parte de Arturo que residen en Madrid.

A estas alturas tal vez algunos de ustedes se están preguntando, ¿qué hace un inglés con pinta de pirata, de vikingo, promoviendo la figura de Barea y, además, con un deplorable acento a pesar de mis muchos años viviendo en Madrid?

Mi interés por Barea remonta a los años 90 cuando leí La Forja y me quedé fascinado por la vida del autor. Años después, al enterarme que Barea había muerto en Eaton Hastings en la campiña de Oxford (mi ciudad natal), encontrar su lápida se convirtió en mi obsesión. En 2010, después de visitar Faringdon tres veces con mi mujer, encontramos la muy deteriorada lápida conmemorativa para Arturo y Ilsa en el anexo del cementerio de la Iglesia de Todos los Santos. Fue levantada por Olive Renier, una íntima amiga de los dos, unos años después de la muerte de Ilsa.

Junto a su lápida están las tumbas de los suegros judeoaustriacos de Barea – los padres de Ilsa y gran traductora de todos los libros de Arturo al inglés – quienes llegaron de Viena cinco días antes del comienzo de la segunda guerra mundial y vivieron con ellos hasta su muerte.

“Hice construir una lápida”, escribió Renier, “porque no podía encontrar palabras para expresar mis sentimientos hacia ellos. Su destino fue simbólico entre las gigantescas pérdidas que sufrió su generación: el drama de España, el de los judíos, el de la socialdemocracia en Alemania, Italia, toda Europa…”.

Regresé a Madrid y decidí restaurar la lápida como un gesto cívico para honrar su memoria. Pedí presupuesto y consulté a varios amigos escritores y admiradores incluyendo Elvira Lindo y su esposo: 23 euros por barba y ahora la lápida luce mejor en el mismo lugar. En 2013, el mismo grupo colocamos una placa en la fachada de su pub favorito, The Volunteer, en vez de sobre la fachada de su casa en la retirada finca de Lord Faringdon, donde Barea vivió la mayor parte de su exilio. Este excéntrico lord, miembro del partido laborista y partidario de la República, había convertido su Rolls Royce en una ambulancia y lo condujo hasta el frente de Aragón en 1937 donde fue usado como hospital de campaña. Alquilaba la casa a Barea en condiciones muy favorables.

Barea desembarcó en Inglaterra desde Francia en marzo de 1939, el mismo mes de la derrota de la Republica. Al pisar Inglaterra, Barea estaba según sus palabras, “desposeído de todo, con la vida truncada y sin una perspectiva futura, ni de patria, ni de hogar, ni de trabajo … rendido de cuerpo y de espíritu.” Pero por debajo del brazo llevaba el manuscrito de parte de La Forja.
Tenía los nervios tan destrozados que, cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial, ese mismo año, y durante todo su desarrollo hasta 1945, se encontró con que cada vez que sonaban las sirenas antiaéreas vomitaba, porque le recordaban los bombardeos de Madrid durante la Guerra Civil.

Sus años en Inglaterra fueron muy fructíferos. Estaba sorprendentemente a gusto en Inglaterra, con la excepción de lo que llamaba “este maldito tiempo inglés”. Barea consiguió la nacionalidad británica en 1948.
Salvo un librito de cuentos Valor y Miedo, publicado en 1938, todas las demás obras de Barea fueron publicadas en inglés ANTES que en español: los tres libros de La forja de un rebelde en los años 40 (no fueron publicados en España hasta 1977). La Forja ha estado nunca descatalogado, ni en inglés o español.

Además, Barea daba 856 charlas en el servicio de la BBC para Latinoamérica bajo el seudónimo “Juan de Castilla” y así proteger a su familia en España.
El franquismo intentaba denigrar a Barea una y otra vez. El régimen le describía como “el inglés Arturo Beria” — deformación deliberada de su apellido como una referencia al jefe de los servicios de seguridad de Stalin que apuntaba al supuesto pasado de Barea como comunista. Barea nunca fue comunista.

Me parecía vergonzoso que el recuerdo de Barea se hubiera conservado mejor en la nación que lo recibió como exiliado que en su país natal. Salvo una calle con su nombre en Badajoz, donde nació y vivió muy poco tiempo, y en el pueblo de Novés, Toledo, donde vivió en 1935, Barea no ha sido, al menos hasta hoy, debidamente recordado en Madrid.

Lo único de Barea que ha regresado a Madrid es su máquina de escribir inglesa que está en casa de unos amigos. Otra historia curiosa. Con esta Plaza esto ya ha cambiado: bienvenido a casa Arturo.