Cuando el Instituto Cervantes me invitó ser el comisario de la exposición sobre Arturo Barea el año pasado ─que después de Madrid viajó a Badajoz, Manchester y Dublín─, insistí que habrá que incluir a Ilsa en ella, y no solo a Arturo. Las parejas de los escritores, o de cualquier artista, tienden a permanecer en un segundo plano, o ser completamente ignoradas. En el caso de Ilsa este olvido habría sido un gran error porque sin ella Arturo no habría tenido una carrera literario tan exitosa. Ella jugaba un papel fundamental en su vida. Sin su estimulo, Arturo nunca hubiera comenzado a escribir.
Las traducciones de Ilsa al inglés de todas las obras de Barea durante sus dieciocho años de exilio son tan brillantes, particularmente la trilogía La forja de un rebelde, que es difícil creer que los libros no hayan sido escritos en inglés en primer lugar. A Ilsa no le gustaba la traducción de La forja (es mala), el primer libro de la trilogía, traducido por Sir Peter Chalmers Mitchell, y traductor también de Siete domingos rojos, de Ramón J. Sender. Tal era su desacuerdo con la traducción, que incluso logró convencer a la editorial Faber y Faber en Londres de dejarle ser la traductora de una nueva edición de La forja, finalmente publicada en 1943, dos años después de la versión de Chalmers Mitchell.
Casi todos los libros de Arturo fueron publicados en inglés antes que en español. La forja de un rebelde salió en español en Argentina en 1951 (en España en 1977, dos años después de la muerte de Franco). Su libro pionero sobre Lorca fue publicado en inglés en 1944, en Argentina en 1957, y en España por la primera vez el año pasado.
Ilsa no solo tradujo la trilogía al inglés, pues para la editorial Losada, fundado por exiliados españoles en Argentina, tuvo que pasarla al español desde la versión inglesa con la ayuda de Arturo, porque todo el manuscrito original se había extraviado.
Además, Ilsa proporcionó estabilidad, inspiración, e incluso los medios para vivir, gracias a los cuales Barea pudo escribir. Ella fue clave en el proceso de su trabajo diario. En una carta a Sender, fechada en 1947, Arturo decía que “sin la Guerra Civil yo no hubiera sido un escritor; tampoco hubiera al fin conocido a Ilsa, y sin ella, tampoco hubiera sido escritor, ni hubiera encontrado esa cosa tan rara y que suena tan pedante que es el amor.”
Ilsa daba Arturo la estabilidad emocional que necesitaba, después de los horrores de la Guerra Civil y el estrés de trabajar 16 horas al día como censor en la Oficina de Censura de Prensa Extranjera y como locutor de radio (como “La voz incógnita de Madrid”).
Así que como comisario quería hacer justicia a Ilsa. Era mucho más que una brillante traductora. Incluí su erudito libro “Vienna, Legend and Reality”, publicado en 1966, nueve años después de la muerte de Arturo, en la exposición, y dediqué uno de los paneles a ella. Tuve la suerte de encontrar un ejemplar del libro en inglés firmado por ella.
El segundo punto que quiero enfatizar es que gracias a Ilsa se relajó la censura de la prensa extranjera y ella abrió los ojos de los corresponsales. Como periodista, a diferencia de Arturo, ella comprendió que, cuantas más restricciones había, más tensas serían las relaciones con los corresponsales, incluso a veces hasta contraproducentes. Ella dominaba cuatro idiomas – el conocimiento de idiomas de Arturo era rudimentario – y podía relacionarse más amable y fluidamente con los corresponsales.
Bien es sabido que la primera víctima de una guerra es siempre la verdad. Arturo recibió instrucciones de no filtrar absolutamente nada que no fuera una victoria del Gobierno. Ilsa creía que esta estrategia era “una equivocación catastrófica”, y que lo que había que hacer era dar más información para que el mundo comprendiese lo que de verdad estaba pasando en España. Ella subestimó el riesgo que conllevaba.
Hay una escena en la novela cuando Anita se enfrenta con Agustín Sanchez, el comandante de Telefónica, que explica bien la postura de Ilsa sobre la censura (en página 159).
Ilsa convenció a Arturo de que transmitir la verdad sería beneficioso a la larga para la causa republicana. Por ejemplo, permitieron a los corresponsales informar sobre la redada policial en la abandonada embajada alemana, que puso en evidencia la connivencia de Alemania con la quinta columna franquista.
Ella y Arturo trabajaron juntos en el central de Telefónica durante nueve meses – al ser el edificio más alto de la ciudad, fue con frecuencia blanco del fuego de la artillería – hasta el otoño de 1937 cuando por el deterioro de la salud de Arturo y el comienzo de una campaña política estalinista contra ellos, se fueron de permiso a Valencia. De vuelta, habían perdido sus trabajos como censores y la campaña falsa de que Ilsa era trotskista estaba en pleno auge. Ella había sido comunista en los años 20. Sus vidas estaban en riesgo.
Fue su determinación lo que arrastró a Arturo fuera de España. Fue gracias a la influencia de Ilsa con Leopold Kulscar, su esposo y un supuesto agente del Comintern en Barcelona, y luego la de unos amigos de Arturo, que lograron en febrero de 1938 su salida de España a Francia, después de casarse. Antes de exiliarse en Inglaterra se fueron a Paris, donde estuvieron “hambrientos por meses” durante casi un año, en una habitación maloliente del Hotel Delambre (el “hotel del Hambre”, según ellos, en un juego de palabras).
En aquel pequeño cuarto de hotel Ilsa escribió gran parte de la novela Telefónica y Arturo comenzó a trabajar en su trilogía autobiográfica, con la misma máquina de escribir que la usaban por turnos.
Barea e Ilsa desembarcaron en Inglaterra en marzo de 1939, el mismo mes en que se produjo la derrota de la República. Barea estaba, según sus palabras, “desposeído de todo, con la vida truncada y sin una perspectiva futura, ni de patria, ni de hogar, ni de trabajo […] rendido de cuerpo y de espíritu.”
Vivieron en varias casas, en particular en una casa llamada Middle Lodge situada en la finca de lord Faringdon, en las afueras de Oxford, durante los diez últimos años de Arturo hasta su muerte en 1957. Se la alquiló sin electricidad en unas condiciones muy favorables. Este excéntrico lord, miembro del Partido Laborista y partidario de la República, había convertido su Rolls-Royce en una ambulancia que, en 1937, condujo hasta el frente de Aragón para usarlo como hospital de campaña. De regreso, y en mayo de ese año, dio cobijo a un pequeño grupo de los casi 4.000 niños vascos evacuados en el barco Habana a Inglaterra, después del bombardeo de Guernica. Es el grupo más grande de refugiados que se hayan acogido nunca de una sola vez en Inglaterra.
La placa colocada en el pub favorito de Arturo, en el centro de Faringdon, la diseñó mi amigo Herminio Martínez, quien había viajado en el barco a los siete años de edad. Fue en un acto que yo organicé en 2013 después de restaurar la lápida conmemorativa de Arturo y Ilsa en el cementerio, y pagada por unos amigos incluyendo Elvira.
La casa se iluminaba de lámparas de parafina, la radio operaba con una pila y la cocina funcionada con gas butano. El agua caliente y la calefacción los proporcionaba una caldera de muchos años, que solo Arturo sabía como operar.
Los dos trabajaban en una mesa grande, uno frente al otro, Arturo escribiendo en español, Ilsa traduciéndolo al inglés. Arturo usaba una Underwood, una voluminosa máquina de escribir con teclado inglés, y tenía que marcar a mano todos los acentos. Arturo fumaba 60 cigarillos al día y Ilsa 40. Fumaban tanto que las paredes de la habitación y el techo estaban ennegrecidas por el humo.
Tenían dos perros y un gato. La vida inglesa convino a ambos, en particular la campiña, con la excepción de “este maldito tiempo inglés” en palabras de Arturo. Detrás de la casa, hay un lago donde ambos pescaban. Se dicen que Arturo introdujo la paella a Faringdon. Arturo le encantaba cocinar paella, tortilla y crema de caramelo.
Un sindicalista inglés conocido de Barea me contó que fue invitado a comer calamares en su tinta en la primera visita a su casa en los años 50. No pudo comerlos por el aspecto físico. La siguiente vez que fue invitado, Arturo le puso una venda a los ojos antes de sentirse a comer. Pasado unos minutos, le preguntó si le gustaba la comida y dijo que sí, le hizo quitarse la venda y pudo ver en el plato calamares en su tinta.
Cuando Arturo murió, Ilsa mandó un radiograma a Adolfina, la hija de Arturo, que emigró a Brasil junto con sus tres hermanos y la única que tenía una relación epistolar con su padre, seguido de una carta el 25 de diciembre, en la que explicaba que “la noche del 23 al 24 se le agudizaron mucho las molestias de la vejiga. Media hora después, hacia las tres, sintió una gran opresión en el pecho. No tardó diez minutos. Se murió agarrándose a mí, en mis brazos, de trombosis coronaria —que es un fin rápido, gracias a Dios, y no de sufrir prolongado”. La autopsia —necesaria porque al parecer no había razón para tal ataque cardíaco— mostró que tenía un cáncer en la vejiga que se le había desarrollado en los últimos meses y con rapidez.
Barea fue incinerado y sus cenizas esparcidas en el cementerio protestante de la Iglesia de Todos los Santos en Faringdon, donde estaban enterrados sus suegros austriacos. Valentin Pollak, un judío austriaco, y Alice von Zieglmayer se fueron a vivir con Arturo e Ilsa en agosto de 1939. Llegaron desde Viena cinco días antes del comienzo de la Guerra Mundial.
Ilsa no pudo abrir la urna con las cenizas debido a la artrosis en las manos, y tuvo que hacerlo su sobrina austriaca Uli. Después de la muerte de Arturo, que Ilsa nunca superó, se trasladó a Londres con su sobrina Uli, amiga mía. quien había llegado a vivir con sus tíos en el verano de 1956 a los 17 años de edad. La abuela de Uli había expulsado de casa a su hija – la madre de Uli – cuando se quedó embarazada. El padre murió al comienzo de la Guerra Mundial y la madre se suicidó. La abuela no tuvo más remedio que acoger a la bebé Uli.
Ilsa siguió traduciendo novelas españolas al inglés, trabajaba como editora para Four Square Publishers, estableciendo una lista de clásicos de literatura europea, y promovió las obras de Arturo. Regresó a Viena en 1965. Una de las pocas cosas que se llevó consigo fue el manuscrito de La forja (la retraducción); pero cuando murió en 1973 lo tiraron a la basura: parece que nadie en su familia fue consciente de su importancia.
Años después de la muerte de Barea y de Ilsa, una amiga íntima del matrimonio, Olive Renier, les levantó una lápida conmemorativa en el cementerio. “Hice construir una lápida”, escribió Renier, “porque no podía encontrar palabras para expresar mis sentimientos hacia ellos. Su destino fue un símbolo de las gigantescas pérdidas que sufrió su generación: el drama de España, el de los judíos, el de la socialdemocracia en Alemania, Italia, toda Europa…”.