Por sacrificar la posición vanguardista del Partido Comunista Español (PCE) después de la muerte de Franco para facilitar la transición a la democracia, Santiago Carrillo (1915-2012), el líder del PCE, se convirtió en un “tesoro nacional ensalzado por destacadas figuras de la derecha”, en palabras de Paul Preston, cuya biografía de Carrillo, “El zorro rojo” (Debate), saldrá a la venta el 4 de abril. La imagen más recordada que tenemos de Carrillo es la del 23-F sentado en su escaño en las Cortes, desobedeciendo las órdenes del teniente coronel Tejero.
Otra cosa fue su vida antes del fin de la dictadura, que no fue nada ejemplar. En su feroz ambición para llegar al liderazgo del PCE, Carrillo traicionó a camaradas, participó indirectamente en el asesinato de algunos y se adueñó de los ideas de otros. Jorge Semprún, el protegido de Carrillo que organizó el PCE clandestinamente en España en los años 50 y principios de los 60 y fue expulsado del partido, lo consideró un “miserable criminal sangriento.”
Preston, por supuesto, es mucho más objetivo que Semprún, una bestia negra para Carrillo. No tiene un interés personal. Lleva años recopilando información sobre Carrillo, a raíz de su extensa obra. Como todas sus libros, el nuevo es rigorosamente documentado y completo, el contexto histórico de los acontecimientos está bien explicado y es ameno de leer.
El autor contrasta muy hábilmente la vida de Carrillo, contada por él mismo en sus opacas memorias, con sus propios declaraciones y los testimonios de sus colegas. Su conclusión devastadora es que “su ambición y la rigidez con la que la puso en práctica malbarataron los sacrificios y el heroísmo de las decenas de miles de militantes que sufrieron en la lucha contra Franco.”
Un espléndido ejemplo de las mentiras de Carrillo se refiere a la matanza de Paracuellos en noviembre de 1936. Como delegado de Orden Público y miembro de la Junta de Defensa de Madrid, Carrillo ha sido responsabilizado de la matanza de unos dos mil presos. Carrillo siempre defendió que fue obra de descontrolados y negó haber tenido conocimiento sobre los hechos (más recientemente en el documental “Camarada General” sobre la vida de Ignacio Hidalgo de Cisneros estrenada este año), lo cual se contradecía con las felicitaciones que le llovieron en el momento (en una reunión plenaria del Comité Central del PCE en Valencia en marzo de 1937) y otros testimonios.
Carrillo me hizo saber su enfado en 1976 por un artículo en The Times de Londres escrito por el corresponsal jefe Harry Debelius en Madrid (yo fui su ayudante) sobre Paracuellos. Me preguntó si habían pagado a Debelius, un periodista honrado, para escribirlo.
Carrillo rompió con su padre, el socialista Wenceslao, por haber participado en el golpe anticomunista en la zona republicana dado por el coronel Segismundo Casado en marzo de 1939 en contra de la política de resistencia del Gobierno de Negrín y que abogaba por poner fin a la guerra civil. Transcurrirían casi veinte años hasta que Carrillo viera de nuevo a su padre (en Bélgica, gravemente enfermo). La familia siempre fue secundaria para Carrillo y el partido todo.
Su adhesión a la causa estalinista era tal que, al parecer, la firma del pacto Molotov-Ribbentrop en agosto de 1939 no le provocó ninguna inquietud al exiliado Carrillo, como hizo a muchos militantes comunistas para quienes Hitler era el enemigo. Y cuando los alemanes invadieron la Unión Soviética en 1941, a Carrillo no le importó cambiar la postura sin reconocer su error previo.
Es probable, aunque no comprobado, que Carrillo, una joven estrella ascendente para Moscú, fue reclutado en 1936 por la Sección de Grupos de la Comintern, una unidad de seguridad interna gestionada por el NKVD, la policía secreta. Esto hubiera explicado como aprendió las brutales técnicas de interrogatorio que demostraría después contra compañeros de partido sospechosos, que recordaban a las que utilizaba la policía soviética.
Uno de los episodios más vergonzantes ocurrió en los años 40 cuando militantes exiliados en la Unión Soviética fueron intimidados para que desecharan la idea de marcharse a otro país a fin de demostrar su fidelidad al partido. Carrillo, a petición del Politburó, viajó desde Francia a Moscú y presidió repetidas reuniones con los militantes que habían conseguido visados. Cuando Carrillo cargó contra “los traidores que dejan el país del socialismo para ir a vivir entre los capitalistas” en una de las reuniones, alguien gritó: “hay que darle un tiro en la espalda.” Unos 270 republicanos fueron recluidos en el Gulag.
Preston demuestra la total falta de conocimiento por parte de Carrillo de la situación real en España durante el régimen franquista: la invasión desde Francia del Val d’Aran en 1944 por unos cinco mil hombres, la Huelga Nacional Pacífica convocada en 1959 y los intentos de forjar una alianza con la burguesía en contra de Franco fueron fracasos rotundos, aunque nunca admitidos por Carrillo.
Tras las elecciones de junio de 1977, con el PCE legalizado y su importancia disminuida, Carrillo se lanzó a suprimir el leninismo de la definición del partido en un intento de ganar votos. “Si pensaba desleninizar el PCE, desde luego no pretendía desestalinizarlo,” escribe Preston. Carrillo dejó entrever que la gestión del partido seguiría bajo el control central.
Pero en la nueva España democrática ya no era válida la vieja excusa de que para sobrevivir en la clandestinidad se precisaba un rígido centralismo democrático. “El autoritarismo, la prepotencia, era un rasgo marcado en la conducta de Santiago en el seno colectivo de dirección,” dijo Manuel Azcarate, miembro del Comité Central y expulsado del partido en 1982 después de haber llegado a la conclusión (muy tarde) de que la despótica gestión de Carrillo impedía al PCE renovarse. Tres años más tarde Carrillo fue expulsado del partido que había forjado a su imagen y semejanza.
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