Durante la última semana he viajado por la cordillera de los Andes que atraviesa Argentina, Bolivia, Chile, Ecuador, Colombia, Perú y parte de Venezuela. He seguido los pasos de Francisco Pizarro y otros conquistadores españoles, Simón Bolívar, una de las figuras más destacadas de la emancipación americana frente al Imperio español, el naturalista Alexander von Humboldt, Charles Darwin y el abuelo de Michael Jacobs, un ingeniero que salió de Inglaterra en 1910 para trabajar en la construcción del ferrocarril entre Oruro y Cochabamba en Bolivia. He subido volcanes y viajado en autobuses, uno de los cuales casi cayó de la Gran Ruta del Inca al abismo cuando se pinchó la rueda más cercana al precipicio. En este viaje lo he pasado pipa, aunque no me he movido de mi sillón.
El nuevo y muy largo libro, Andes (publicado por Granta) de Jacobs, un viajero incansable, es una continuación de su anterior volumen Ghost Train Through the Andes (“Tren Fantasma por los Andes”) sobre su abuelo y, en mucho menor grado, de otro de sus libros, The Factory of Light: Life in an Andalusian Village (“La Fábrica de La Luz: Vida en un Pueblo de Andalucía”, publicado recientemente en español por Ediciones B).
El británico Jacobs, de formación historiador del arte y gran conocedor de gastronomía, llegó a Frailes, un pueblecito muy peculiar de la Sierra Sur de Jaén, en 1999 y desde entonces divide el año entre este lugar y su casa en Londres. Durante su largo viaje por todos los Andes su vida en Frailes le ayudó entender las comunidades rurales tradicionales de América del Sur. Y en momentos de peligro o pánico (en los autobuses o de pasajero en un coche que se metió en una vía férrea porque la lluvia era tan intensa que el conductor no podía ver casi nada y no sabia cuando iba a pasar el próximo tren) la foto de Santo Custodio, el ángel de la guarda del pueblo que lleva en su cartera, le ofreció protección. No es sin motivo que el libro esté dedicado a los conductores de autobuses en los Andes, los “verdaderos héroes de este libro.”
Jacobs tiene una envidiable capacidad de conectarse con la gente en cualquier sitio, sean campesinos o miembros de familias aristócratas en decadencia, y un enorme aguante para trabajar y divertirse de sol a sol. Durante su viaje, entabló amistad con una pareja y aceptó ser el padrino de su hijo. En Quito, siempre siguiendo el camino de Bolívar (el libro cuenta mucha Historia), encontró la Sociedad Bolivariana, cuyo presidente, un general, le invitó a dirigirse a los miembros, una experiencia con la que Jacobs se sintió como si estuviese en “uno de esos sueños en los que te descubres de compras desnudo”. En Lima probó la comida de Gastón Acurio, el más famoso chef de Perú (tiene un restaurante en Madrid) y un importante impulsor de la difusión de la culinaria peruana. Después de probarlo, concluye que la cocina novoandina tiene más futuro que la visión de Bolívar de una unión de los países andinos.
A diferencia de muchos escritores que escriben sobre viajes, como, por ejemplo Bruce Chatwin, que se hizo famoso en 1977 con su libro In Patagonia (“En Patagonia”), el lector no siente que Jacobs distorsione la realidad ni adorne sus experiencias con efectos literarios, aunque no le faltan historias reales, como, por ejemplo, la de un perúano que le contó cómo paso todas sus noches entre los cuatro y los siete años escondido debajo de las tablas del suelo de su casa para evitar ser secuestrado por los terroristas de Sendero Luminoso. Este grupo de tendencia maoísta, fundado por Abimael Guzman en Ayacucho (yo estuve alli en 1983) anunció su existencia durante las elecciones de 1980 colgando perros muertos en varios postes de luz con cartelones que mostraban consignas asiáticas: “Teng Siao Ping, Hijo de Perra”. Sendero Luminoso captó niños para lavar sus cerebros y convertirlos a su causa.
Su viaje termina en Puerto Williams, la ciudad más austral del mundo a orillas de la boca atlántica del canal Beagle. Antes de coger el barco al Puerto Williams, visita Puerto del Hambre, donde el capitán Pedro Sarmiento de Gamboa fundó la Ciudad del Rey Felipe en 1584 con unos 300 colonos. Este intento de colonización tuvo un trágico fin: sus habitantes perecieron por inanición. Todo lo que queda es un monumento levantado en 1984 y una placa recordando a los valientes hombres y mujeres que habían intentado traer “la presencia civilizadora de España.”
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