Si no fuera por los traductores, es probable que Gabriel García Márquez no hubiera escrito algunas de sus novelas o las hubiera escrito de otra manera y tal vez de forma menos enriquecedora. Él, igual que otros novelistas latinoamericanos, fue influenciado por el gran novelista americano William Faulkner, y gracias a traducciones pudo leer sus novelas. Igualmente, Salman Rushdie pudo leer a García Márquez en inglés. Si no fuera por los traductores, Fiodor Dostoyevsky y Miguel de Cervantes serian casi desconocidos fuera de sus propios países. Sin embargo, la profesión del traductor es de las menos apreciadas y comprendidas. Por algo publicó José Ortega y Gasset en 1937 un ensayo titulado Miseria y esplendor de la traducción.
Edith Grossman, gracias a quien el mundo anglosajón puede leer novelas de García Márquez, Mario Vargas Llosa, Alvaro Mutis, Carlos Fuentes y Antonio Muñoz Molina (su traducción de Beatus Ille fue publicada en 2008 y está traduciendo ahora La Noche de los Tiempos) hace una apasionada defensa de su profesión en un breve y elegante libro, Why Translation Matters (“Porque Importa la Traducción”), publicado por Yale University Press.
Yo dedico varios meses del año a traducir textos de alto perfil para el Grupo Santander, como su Memoria, y aunque no hago la más mínima comparación entre traducir textos literarios y textos financieros, si puedo compartir el sufrimiento de Grossman y, a veces, el esplendor (este último ocurre cuando uno logra entrar en la cabeza del escritor y “encuentra la forma de contar el trabajo en inglés”).
Grossman, cuya traducción del español del siglo XVII de Don Quijote al inglés del siglo XXI es una maravilla, critica fuertemente a las editoriales anglosajonas por publicar muy pocas novelas en versiones traducidas (entre el 2 y el 3% de todos los libros publicados cada año en los Estados Unidos y el Reino Unido en comparación con el 25-40% en América Latina y algunos países de Europa Continental) y a los críticos de libros por despreciar el papel del traductor. “Están orgullosos de alabar el estilo del autor sin mencionar una sola vez el hecho de están refiriéndose a la escritura del traductor — a no ser que no les guste el libro o el estilo del autor y entonces la culpa se traslada a los hombros del traductor.” En poner su nombre en la portada de las novelas que ella traduce (estipulado en sus contratos), Grossman ha ayudado a mejorar la estima de la profesión del traductor.
Grossman cita a Ralph Manheim, otro gran traductor (entre otras obras, de algunas novelas de Günter Grass), quien dijo que “los traductores son como actores que interpretan al autor como si éste supiera hablar inglés” (este ha sido mi objetivo). Ella describe con brillantez la compleja tarea de transformar una novela en español a otra en ingles. “La innegable realidad es que el trabajo se convierte en el del traductor (a la vez que se mantiene misteriosamente el trabajo original del autor) cuando nos cambiamos a un segundo lenguaje.”
Los ganadores del Premio Nobel de Literatura que no escriben en ingles tienen una gran deuda con sus traductores porque el inglés es el único idioma en común de los jueces del premio.
Ojalá que un “Edith Grossman” viviera en España para traducir los menús de los restaurantes al inglés. Desde hace años mi mujer y yo coleccionamos menús mal traducidos. Una vez en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, la versión inglesa de pinchos variados aparecía en el menú como various pricks (¡literalmente pollas variadas!); en otro restaurante vimos rape a la marinera traducido como rape the sailor’s way (¡violación al estilo de los marineros!) y hace poco en Barcelona entre los postres vi mouse of hazelnuts with galletas maria and mounted scum, como traducción de mousse de avellana con galletas maría y espuma montada. Opte para probar el ratón de avellana con galletas maria y escoria montada.
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