En este mundo de Internet y de información inmediata y muchas veces frívola las veinticuatro horas del día que tanto está afectando a los medios escritos, en particular a los periódicos, se están publicando muchos menos reportajes largos y bien investigados, salvo notables ejemplos como los aparecidos en The New Yorker y, a veces, en El País.
Uno de los grandes exponentes españoles de este género fue Manuel Chaves Nogales, un gran periodista y escritor quien, como Arturo Barea, al que tanto admiro, murió en el exilio en Londres (en el caso de Chaves Nogales en 1944 con solo 46 años de edad).
Barea murió en 1957 con 62 años en un pueblo del condado de Oxford. Chaves está enterrado en el cementerio de East Sheen (en el número 19 en la sección CR) y, a diferencia de Barea, no hay nada que indique que allí reposan sus restos.
La editorial Renacimiento, con la colaboración de la Diputación de Sevilla, acaba de reeditar en una bella edición (con fotos de la edición original y letras más grandes de lo normal) el libro de Chaves Nogales, Lo que ha quedado del imperio de los zares que describe majestuosamente, en unas 300 páginas, los distintos destinos de personas que tuvieron que salir de Rusia tras la Revolución de 1917 y el asesinato de la familia imperial. Se estima que dos millones de personas salieron al exilio. París, ciudad que Chaves Nogales conoció bien como corresponsal de Heraldo de Madrid, era el gran centro de atracción de los exiliados.
Este reportaje fue publicado por vez primera en el periódico Ahora en 1931 en veinticuatro entregas seis semanas antes de la proclamación de la Segunda República española (¿qué periódico hoy está dispuesto hacer algo similar?)
El tema ruso, nos recuerda María Isabel Cintas, encargada de la edición y que tanto ha hecho para dar a conocer las obras de Chaves Nogales , en su penetrante introducción, es recurrente en la obra del periodista español. A él dedicó artículos y dos grandes libros de reportajes, La vuelta a Europa en avión. Un pequeño burgués en la Rusia roja (1929) y el libro ya mencionado. El tema está tratado también en dos novelizaciones de la realidad.
La revolución rusa fue mitificada en España durante los años 30 por algunas fuerzas políticas como opción ideológica. La “romerías a Rusia”, como las llamaba Giménez Caballero, fueron algo habitual en la España de los años veinte y treinta. Hasta Valle-Inclán vino a declarar: “Rusia es el porvenir del mundo.” Y la Asociación de Amigos de la Unión Soviética llegó a tener entre sus colaboradores a los hermanos Machado y Ortega y Gasset.
Autodefinido como un “pequeño burgués liberal” y simpatizante de la República, la postura de Chaves Nogales estaba lejos de exaltación del régimen soviético. Criticó a Lenin y a Stalin en el momento de su pleno apogeo mucho antes de que lo hicieran otros intelectuales europeos, como André Gide en 1936 con su Regreso de la URSS (que le hizo persona non grata entre la izquierda francesa). “Asesinos rojos y asesinos blancos, todos asesinos”, escribió en referencia a la barbarie de los dos bandos de la revolución.
Por el reportaje de Chaves Nogales pasan personas de todas las clases sociales.
Algunos aristócratas vivían en Paris como si nada hubiera cambiado, mientras la Costa Azul se llenaba de rusos indigentes — “los que más ricos fueron antes, los que más triunfaron, los que por temporadas venían a Europa a derrochar y disfrutar como auténticos magnates rusos que eran’, escribe Chaves Nogales. No estaban dispuestos a trabajar. “A la Riviera vienen los rusos que no tienen valor para doblar el espinazo ante el surco, con una azada en el puño, y prefieren tender la mano a los turistas en el paseo de los Ingleses, de Niza.”
La Balachova, primera bailarina del Gran Teatro Imperial de Moscú, contó a Chaves Nogales como a Isadora Duncan, la bailarina norteamericana famosa en el mundo entero invitada a Moscu por los autoridades bolcheviques durante el invierno, le gustaba andar completamente desnuda por su palacio (incautado por el gobierno soviético) y cómo al no ser suficiente la leña que el gobierno le suministraba, para conservar una buena temperatura, quemaba en la estufa los muebles de maderas preciosas y de un inapreciable valor histórico.
Los exiliados de todas las condiciones tenían un punto en común: creían que iban a volver a su patria de un momento a otro.
Entre los aristócratas que Chaves Nogales entrevistó estaba el gran duque Cirilo Vladimirovitch, quien asumió la jefatura de la familia imperial después del asesinato de su primo hermano, Nicolás II, el último zar de Rusia, por los bolcheviques. Su nieta, la gran duquesa María Vladimirovna, que hoy ostenta la jefatura, fue alumna de mi esposa en un colegio de secundaria inglés en Madrid en los años 70, y unos 20 años después su hijo, George, fue compañero de pupitre de mi hijo menor, Benjamín. Un día, jugando en el patio de recreo, mi hijo sujetó a George por las muñecas y éste le dijo que cuando fuera zar le encarcelaría. Mi hijo no pudo contener sus risas. Podría estar seguro de que eso nunca sucedería.
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